La máquina de Trurl
Stanislaw Lem
En cierta ocasión, el constructor Trurl inventó una máquina inteligente de ocho pisos. Al terminar de montarla, la pintó de blanco; luego pintó sus ángulos de color lila y, tras contemplarla desde cierta distancia, le hizo un pequeño dibujo frontal, y donde podía imaginarse que se hallaba la cabeza, pintó unos motivos de color naranja; muy satisfecho de su tarea, silbando alegremente, contempló su invento e hizo la pregunta de ritual: ¿cuántas son dos por dos?
La máquina se puso en marcha. Se encendieron las lámparas y las válvulas, resplandecieron los circuitos, atronaron las corrientes como cataratas, se pusieron a funcionar los acoplamientos, se calentaron las bobinas, silbaron las turbinas y empezaron a girar, todo ello en medio de un traqueteo y un ruido tan tremendo que nada podía oírse en la llanura en varios kilómetros a la redonda; hasta que Trurl decidió regular los amortiguadores mentales de la gigantesca máquina. Mientras tanto, la máquina seguía funcionando como si tuviera que resolver los más intrincados problemas. La tierra temblaba, la arena salía despedida violentamente por las vibraciones en la base de la máquina, los interruptores saltaban como los tapones de botellas de champán y hasta los transistores se resquebrajaban bajo el terrible esfuerzo de tan enorme máquina. Finalmente, cuando Trurl consiguió aplacar aquel tumulto, la máquina se apaciguó bruscamente y espetó con voz de trueno:
—¡SIETE!
—No, no, querida mía —replicó Trurl maquinalmente—. Nada de eso, dos por dos son cuatro. Vamos, sé buena y rectifica. ¿Cuántos son dos por dos?
—¡SIETE! —contestó la máquina en el acto.
Trurl, suspirando con fastidio, se volvió a enfundar el mono de trabajo que ya se había quitado, se remangó, abrió la portezuela inferior y se metió en el interior de la máquina. Allí permaneció un buen rato y podía oírse cómo golpeaba con el martillo, aojaba tornillos y tuercas y los volvía a apretar, soldaba y unía elementos y andaba por las metálicas escaleras, unas veces en el octavo piso, otras en el sexto, hasta llegar rápidamente a la parte de abajo, y nuevamente volvía a subir corriendo a otro piso, manipulando sin cesar los diferentes mecanismos de la máquina. Finalmente, al cabo de dos horas, conectó la corriente; hubo un chisporroteo en el centro, y unas lengüitas de fuego salieron de los interruptores. Trurl salió al aire libre, lleno de grasa y ahumado; pero satisfecho; volvió a ordenar sus herramientas en las cajas, se quitó el mono, se lavó la cara y las manos y, al marcharse, para quedar más tranquilo, preguntó a la máquina:
—¿Cuántas son dos por dos?
—¡SIETE! —contestó la máquina. Trurl soltó una sarta de maldiciones, pero viendo que no había nada que hacer, se volvió a poner el mono y nuevamente estuvo arreglando, uniendo y soldando elementos dentro de la máquina. Cuando ésta, por tercera vez, le salió con que dos por dos eran siete, Trurl, presa de desesperación, se sentó en el piso inferior de la máquina, sin saber qué hacer.
En ese preciso momento se presentó su amigo y colega Clapaucio. Éste le preguntó qué le pasaba, pues parecía venir realmente de un entierro, y Trurl le explicó sus problemas. El propio Clapaucio se metió un par de veces en el interior de la máquina, tratando de arreglar algún que otro desperfecto. Finalmente, le preguntó cuánto eran dos más uno, a lo cual contestó que seis; y, según la máquina, uno más uno era igual a cero. Clapaucio empezó a rascarse la cabeza, carraspeó y dijo:
—Amigo mío, no queda más remedio que mirar las cosas como son. Has construido una máquina distinta a la que deseabas. Como quiera que cada fenómeno negativo tiene también su lado positivo, esta máquina también lo tendrá.
—Sería interesante averiguar cuál es —replicó Trurl, pegando una patada a la base donde estaba sentado.
—¡A ver si te estás quieto! —dijo la máquina.
—¡Vaya, vaya, ahora resulta que es delicada! Bueno…, ¿qué iba a decir? ¡Ah, sí! ¡No cabe duda que ésta es una máquina idiota, y no de una idiotez ordinaria, sino mucho más que mediana, por no decir grande! Como ya sabes, soy un eminente especialista y te digo que ésta es la máquina más tonta que existe en el mundo entero, y se las da de inteligente… No me fue nada fácil construirla; estoy seguro de que nadie hubiera podido hacerla mejor que yo. Pero ahí la tienes: no sólo es tonta, sino terca como una mula; o sea que tiene su carácter, pero ya sabes que generalmente los idiotas son muy tozudos. ¡Al infierno con la máquina! ¿De qué me sirve? —y Trurl le pegó otra patada.
—¡Te advierto por segunda vez y seriamente: deja de darme patadas! —gritó la máquina.
—Mira, Trurl, te ha hecho una seria advertencia —comentó secamente Clapaucio—. Ya lo ves, no solamente es tonta y tozuda, sino también muy susceptible, y con esas características puede hacer cualquier cosa, te lo digo yo.
—Bien, pero ¿qué voy a hacer con ella? —preguntó Trurl.
—No sé qué decirte. Quizá podrías montar una exposición, haciendo pagar la entrada, para que cuantos lo deseen puedan ver la máquina más tonta del mundo… ¿Cuántos pisos tiene? ¿Ocho? De veras, jamás he visto un idiota tan grande. Esa exposición no solamente te permitirá recobrar el dinero gastado, sino también…
—¡Ni hablar, no pienso montar ninguna exposición! —exclamó Trurl, quien, al levantarse, y sin poder reprimirse, le dio otra patada a su máquina.
—¡Ésta es mi tercera y seria advertencia! —soltó la máquina.
—¿Y qué? —gritó desafiante el inventor—. Eres…, eres…
Al no encontrar ninguna palabra conveniente, Trurl pegó varias patadas a la máquina, refunfuñando:
—¡Sólo sirves para cavar!
—Me has insultado por cuarta vez, por quinta, sexta y octava —dijo la máquina—, y ya no voy a contar más. Me niego a contestar a toda pregunta ligada con las matemáticas.
—¡Dice que se niega! ¡Mírala! ¡Habrase visto! ¡Después de seis, dice ocho; no siete, sino ocho! Pero ¿te das cuenta, Clapaucio? ¡Y tiene la insolencia de negarse a efectuar un cálculo matemático como ÉSE! ¡Ahora te voy a enseñar! ¡Toma! ¡Toma! ¡Toma! ¡Para que aprendas! —y Trurl, enfurecido, redobló sus patadas contra la máquina.
Bruscamente, ésta se estremeció de arriba abajo, se sacudió y, sin una palabra, con todas sus fuerzas, comenzó a liberarse de sus fundamentos; se doblaron las vigas de apuntalamiento y, finalmente, la máquina se arrancó de sus cimientos, que quedaron reducidos a un amasijo de hierros y hormigón, y, como una fortaleza ambulante, se lanzó contra Clapaucio y Trurl. Este último estaba tan estupefacto ante aquel inaudito acontecimiento, que ni siquiera intentó hacerse a un lado mientras la gigantesca máquina avanzaba con la clara intención de aplastarle.
Afortunadamente, Clapaucio se dio cuenta, lo agarró del brazo, tiró de él y los dos salieron corriendo hasta ponerse a salvo. Al volver la vista atrás, vieron cómo la máquina, balanceándose igual que una torre, seguía desplazándose lentamente, hundiéndose a cada paso en la arena hasta el primer piso; pero, terca e inexorablemente, continuaba avanzando en su dirección.
—¡Esto jamás había sucedido! —gritó Trurl, jadeante y atónito—. ¡La máquina se ha rebelado! Y ahora ¿qué hacemos?
—Esperar y observar —contestó con gran serenidad Clapaucio—. Algo ha de pasar.
Sin embargo, las cosas no parecían aclararse ni mucho menos; la máquina, al llegar a tierra firme, empezó a andar más deprisa, y todos sus mecanismos internos chisporroteaban, silbaban y cliqueteaban estrepitosamente.
—Ahora se romperán las soldaduras de los mandos y la programación y la máquina se detendrá —murmuró Trurl.
—No lo creo —replicó Clapaucio—; me parece que nos hallamos ante un caso muy singular. Esta máquina es tan tonta que, aunque se le rompan todos los mandos, no se detendrá. ¡Cuidado, que se acerca! ¡Huyamos!
La máquina se lanzó al galope para aplastarlos, mientras ambos constructores corrían como liebres, sintiendo a sus espaldas el rítmico traqueteo y el tremendo pateo del monstruo desbocado. Corrían a más no poder, pues ¿qué otra cosa podían hacer? Querían regresar a la ciudad, pero la máquina se lo impedía, obligándoles a seguir adelante, e inexorablemente los empujaba a internarse cada vez más en terreno desértico. Poco a poco, de entre la niebla fueron surgiendo las vertientes áridas y rocosas de las montañas. Jadeante, Trurl le dijo a su compañero:
—Mira, Clapaucio, huyamos hasta el fondo de un barranco, donde la máquina no pueda entrar…
—Mejor será que vayamos por ahí —jadeó Clapaucio—. No lejos de aquí hay una pequeña localidad… No recuerdo su nombre… Allí podremos encontrar un refugio…
Siguieron corriendo y muy pronto se encontraron con las primeras casas. A aquella hora, las calles estaban totalmente desiertas. Anduvieron un buen trecho sin ver a nadie, cuando de pronto un estruendo parecido al de una avalancha de piedras les avisó que la máquina ya había alcanzado las primeras casas.
Trurl se volvió y lanzó un gemido:
—¡Cielo santo! Mira, Clapaucio, ¡está destrozando las casas!
La máquina, persiguiéndoles tercamente, se lanzaba contra las paredes de las casas como una montaña de acero, dejando un rastro de escombros y de polvo… Se oían los alaridos de la gente sepultada bajo las ruinas, mientras Trurl y Clapaucio seguían adelante, hasta que llegaron ante el gran edificio del ayuntamiento, donde rápidamente bajaron por las escaleras que conducían a los sótanos.
—Aquí no nos alcanzará, aunque nos tirara todo el edificio sobre la cabeza —murmuró Clapaucio—. ¿Por qué se me ocurriría visitarte precisamente hoy?… Sentía curiosidad por saber cómo te iban las cosas con tu máquina, y ahora…
—Silencio —dijo Trurl—. Me parece que alguien viene…
Efectivamente, la puerta del sótano se abrió y apareció el alcalde junto con varios concejales. Trurl sentía vergüenza al tener que explicar los motivos de aquella historia tan extraordinaria como tremenda; de modo que Clapaucio le echó una mano y aclaró las cosas. El alcalde y su séquito le escucharon en silencio. De pronto, los muros temblaron, el suelo vaciló y desde la superficie del sótano llegó el fragor de las piedras derruidas…
—¡Ya la tenemos encima! —gritó Trurl.
—Efectivamente —dijo el alcalde, quien ordenó—: ¡Exijo que se entreguen; de lo contrario va a destrozar toda la ciudad!
En ese momento, de arriba les llegó una voz gangosa que decía:
—Ahí está Trurl… Lo noto… Ahí se esconde…
—¿Nos van a entregar? —preguntó con voz temblorosa el inventor, a quien con tanta insistencia reclamaba la máquina.
—El de ustedes llamado Trurl ha de salir de aquí y entregarse. El otro puede quedarse en el sótano.
—¡Tengan piedad!
—No podemos hacer nada —dijo el alcalde—. Y aunque pudiera quedarse aquí, señor Trurl, habría de responder por la devastación de la ciudad y todas las víctimas, pues por su culpa la máquina ha derrumbado sesenta casas bajo cuyas ruinas han quedado sepultados muchos habitantes. Sólo el hecho de que se halle usted al borde de la muerte me permite dejarle salir libremente. Así que salga de aquí y no vuelva.
Trurl miró las caras de los concejales y al ver reflejada en ellas su condena, se fue lentamente hacia la puerta del sótano.
—¡Espera, voy contigo! —gritó Clapaucio impulsivamente.
—¿Tú? —dijo Trurl con una débil esperanza en la voz—. No —agregó tras unos segundos de vacilación—. Quédate… ¿Por qué habrías de morir inútilmente?
—¡Tonterías! —replicó enérgicamente Clapaucio—. ¿Por qué habríamos de morir? ¿Acaso por culpa de esa idiota de acero? ¡No faltaba más! ¡Hace falta mucho más para borrar de la faz del globo a dos de los constructores e inventores más famosos! ¡Vamos, amigo Trurl, adelante sin temor!
Reconfortado por esas palabras, Trurl subió las escaleras detrás de Clapaucio. En la plaza del mercado no se veía a nadie. En medio de los escombros y el polvo de los que sobresalían los armazones de las casas derruidas estaba la máquina, emitiendo nubes de vapor, tan alta como la torre del ayuntamiento y toda manchada de polvo color sangre de los ladrillos y blanca de yeso…
—¡Cuidado! —murmuró Clapaucio—. Ahora no nos ve. Torzamos a la izquierda por esa primera calle, luego a la derecha y, siguiendo recto, no lejos de aquí empiezan las montañas Allí nos esconderemos y algo se nos ocurrirá para acabar de una vez con ella… ¡Rápido, huyamos! —gritó Clapaucio, al ver que la máquina acababa de percibir su presencia y ya se lanzaba tras ellos, haciendo retemblar el suelo bajo sus enormes plantas.
Corriendo como gamos perseguidos por una jauría, se alejaron de la ciudad. Galoparon así durante una milla más o menos; oyendo tras ellos las enormes pisadas del coloso.
—¡Conozco ese barranco! —gritó de pronto Clapaucio—. Es el lecho desecado de un arroyo, que conduce hacia las profundidades rocosas; allí hay varias cuevas; corramos, que muy pronto la máquina tendrá que detenerse…
Siguieron corriendo hacia el fondo del barranco, tropezando y lastimándose las manos entre las piedras y las rocas, pero la máquina aún se hallaba casi a la misma distancia de ellos. Finalmente, siguiendo el lecho seco y pedregoso del arroyo, llegaron hasta una hendidura que se abría entre unas murallas verticales de roca, y al divisar en la parte superior la boca oscura de una cueva, se dirigieron rápidamente hacia ella, sin reparar en las piedras que rodaban bajo sus pies hacia él fondo del abismo. Llegaron por fin a la negra y húmeda boca de la cueva salvadora, donde se metieron sin dilación, y al cabo de unos pasos se detuvieron para descansar un poco.
—Aquí estamos a salvo —dijo Trurl, aliviado, y al cabo de un rato agregó—: Voy a salir para ver dónde se ha parado la máquina.
—Ten cuidado —le advirtió Clapaucio.
Trurl se asomó cuidadosamente a la boca de la cueva y bruscamente se echó hacia atrás, lleno de espanto.
—¡Está subiendo hacia aquí! —chilló.
—Tranquilízate; aquí no puede entrar —dijo Clapaucio con una voz no muy serena—. ¿Qué pasa? Parece que oscurece… ¡Qué es esto!
En ese instante, una sombra enorme se proyectó ante la boca de la cueva; allí estaba la máquina, con su mole de acero remachado, que lentamente había ido trepando por las empinadas rocas. La cueva quedaba cerrada al exterior por una enorme tapa metálica.
—Ahora somos sus prisioneros —murmuró Trurl con voz temblorosa y en medio de la más absoluta oscuridad.
—¡No podíamos cometer mayor idiotez! —gritó Clapaucio enfurecido—. ¡Meternos en una cueva que podían atrancar desde el exterior! ¿Cómo pudimos hacer tal tontería?
—¿Qué te parece? ¿Cuáles pueden ser sus intenciones? —preguntó Trurl tras un largo silencio.
—No hay que ser muy inteligente para pensar que queremos salir de aquí.
Nuevamente se hizo un silencio sepulcral. Trurl anduvo por la cueva, con los brazos extendidos ante sí, palpando las murallas de roca por el lado donde estaba la boca de la cueva convertida en prisión, hasta que sus manos, deslizándose por la pared rocosa, se contrajeron bruscamente: acababa de tocar el acero liso y tibio de la máquina recalentada en su interior.
—Te siento, Trurl —y la voz de trueno del monstruo vibró en las tinieblas de la cueva.
Trurl retrocedió, se fue a sentar sobre un peñasco junto a su compañero y allí permanecieron los dos un buen rato sin moverse. Finalmente, Clapaucio rompió el silencio:
—De nada nos servirá quedarnos aquí. Probemos a pactar con ella.
—Será inútil —dijo Trurl—. Inténtalo tú, a lo mejor a ti te deja salir sano y salvo.
—¡Ni pensarlo! —replicó enérgicamente Clapaucio y, cogiendo del brazo a su amigo, ambos se dirigieron en la oscuridad hacia la boca de la cueva. Clapaucio gritó—: Eh, ¿nos oyes?
—Os oigo —contestó la máquina.
—Escucha, queremos disculparnos. Ya sabes, todo ha sido un malentendido, pero, al fin y al cabo, se trata de una nimiedad. Trurl no pensaba…
—¡Acabaré con Trurl! —tronó la máquina—. Pero antes habrá de contestar a mi pregunta: ¿cuántos son dos por dos?
—Claro, te lo va a decir y así estarás satisfecha y harás las paces con él, ¿verdad que sí, Trurl? —propuso el mediador con su voz más serena.
—Sí, claro… —asintió Trurl débilmente.
—Bien, de acuerdo —dijo la máquina—. Dime, pues, ¿cuántas son dos por dos?
—Son cuat…, quiero decir siete… —contestó en voz muy baja Trurl.
—¡Ah, ah! Así que no son cuatro, sino siete, ¿verdad? Ya decía yo —gritó la máquina con su atronadora voz.
—Claro que sí; son siete, naturalmente; siempre fueron siete —dijo Clapaucio, y agregó prudentemente—: Y ahora ¿nos dejas salir?
—No, no, aún no. Trurl ha de repetir una vez más que lo siente mucho y cuánto hacen dos por dos…
—Si te lo digo, ¿nos dejarás salir? —preguntó Trurl.
—No lo sé; lo he de pensar, pero no has de ponerme ninguna condición; ¡dime cuántas son dos por dos!
—Pero probablemente nos vas a dejar salir —dijo Trurl.
Mientras, Clapaucio lo agarraba del brazo y le decía al oído:
—¡Estúpido, no la contradigas y haz lo que te pide!
—No te dejaré salir si no me da la gana —replicó la máquina—. Pero tú me vas a decir cuántas son dos por dos…
De repente, Trurl se puso furioso y gritó:
—¡Basta! Te lo voy a decir ahora mismo: dos por dos son cuatro, aunque me cortaran la cabeza y todas estas montañas se convirtieran en polvo, ¿me oyes? ¡Dos por dos son cuatro!
—¡Trurl! ¿Estás loco? ¿Qué estás diciendo? ¡Dos por dos son siete, por favor, querida máquina, son siete! ¡Siete! —gritó Clapaucio, intentando apagar la voz de su amigo Trurl.
—¡Mentira! ¡Son cuatro! ¡Sólo cuatro, desde el comienzo hasta el fin del mundo, CUATRO! —clamó rabiosamente Trurl.
Súbitamente las rocas comenzaron a temblar. La máquina se apartó de la entrada de la cueva, un destello de luz gris iluminó el antro y se oyó un clamor:
—¡Mentira! ¡Siete! ¡Di inmediatamente que son siete!
—¡Nunca jamás! —replicó Trurl, como si ya le diera igual; entonces de la bóveda de la cueva empezó a desprenderse una lluvia de piedras, pues la máquina, con toda la fuerza de su mole de ocho pisos, se lanzaba como un ariete contra la boca de la cueva, arrancando enormes bloques de roca, que iban rodando con un ruido atronador por la ladera de la montaña hasta el fondo del valle.
El fragor de las rocas desprendidas y el olor del polvo de silicio llenaban la cueva junto con las chispas despedidas por el acero del coloso; pero en medio de aquel fragor infernal, de vez en cuando se oían las imprecaciones de Trurl, clamando sin tregua:
—¡Dos por dos son cuatro! ¡Cuatro!
Clapaucio se esforzaba por cerrarle la boca a su amigo, pero al recibir un golpe, éste acabó por callar y se sentó, cubriéndose la cabeza con las manos. La máquina no dejaba de embestir, y todo parecía indicar que dentro de pocos minutos toda la bóveda de la cueva se vendría abajo, aplastando a los dos amigos. Pero cuando ya habían perdido toda esperanza de salvación, cuando el polvo sofocante ya llenaba el aire, se oyó un tremendo chirrido, seguido de un prolongado fragor, y un choque, estruendoso; seguidamente, el aire rugió, la negra muralla que tapaba la boca de la cueva desapareció como si el viento se la llevara y unos bloques enormes de roca rodaron por el barranco como un alud. El eco aún vibraba por el valle, cuando Trurl y Clapaucio llegaban a la salida de la cueva y, asomándose, vieron la máquina que yacía, destrozada y aplastada por el alud de rocas que ella misma había desencadenado, con un gigantesco peñasco que la había partido por la mitad en medio de sus ocho pisos.
Los dos amigos se deslizaron con cuidado por entre los polvorientos escombros. Para llegar al lecho del torrente seco tuvieron que pasar junto a la caída mole de la máquina, parecida a una inmensa nave varada en la orilla del mar. Sin decir una sola palabra se detuvieron junto a su flanco hundido. La máquina aún se movía débilmente, y en su interior se iban apagando los últimos balbuceos.
—Así has terminado, con tan poca gloria, y sin conseguir acertar cuántas son dos por dos —comenzó Trurl; pero en ese instante la máquina murmuró, casi imperceptiblemente y por última vez:
—SIETE.
Luego se oyó un zumbido en su interior, las piedras rodaron de su superficie y la máquina se detuvo definitivamente, convertida en un montón de chatarra.
Los dos constructores se miraron y, sin decir palabra, se marcharon, siguiendo el lecho del torrente seco.