En la escalera de servicio
Witoldo Gombrowicz
Al anochecer, cuando se encendían las primeras luces, me gustaba salir a las calles y abordar a las criadas, aunque sólo a las más vulgares. Sin advertirlo, aquello se convirtió en un hábito, y, como es bien sabido, consuetudo altera natura. Los otros funcionarios del Ministerio de Asuntos Exteriores, así como todos los secretarios de las embajadas extranjeras (los solteros, por supuesto) salían también a las calles y hacían conquistas aquí y allá, según su gusto, fantasía y temperamento, pero yo conquistaba sólo a las criadas gordas con el pañuelo en la cabeza, las criadas comunes y corrientes. Cuando fui adscrito a la Embajada de París con el cargo de segundo secretario, cargo de prestigio dados mis pocos años, tuve que renunciar y volver poco después a Polonia… tal era mi nostalgia. Me angustiaba la diversidad de pantorrillas que mostraban las sirvientas parisinas, pantorrillas delicadas, nerviosas, envueltas en medias transparentes. Su mortífera agilidad, su oprobiosa vivacidad, insoportablemente parisina, se convertía en algo demasiado fino sobre sus pequeños pies y hubiera sido vano buscar en la Place de l’Etoile o aun por la orilla izquierda del Sena una simplona que, con la cesta en la mano, volviera a casa después de haber hecho sus compras en la salchichería o en la pollería. Weyssenhoff escribió: «El ritmo excitante de los pequeños pies de la parisina». Y era precisamente ese ritmo el que me hacía sufrir, porque yo buscaba otro ritmo, otra melodía…
He aquí cómo pasaban las cosas: divisaba a lo lejos a una criada que se desplazaba perezosamente sobre sus macizas piernas; apresuraba el paso y la seguía hasta que desaparecía tras un portón. La alcanzaba después en la escalera de servicio y de inmediato le preguntaba:
—Perdone, ¿vive aquí la señora Kowalska? —para después añadir—: ¿No podríamos conocernos?
Aquello no significaba una conquista concreta. Por ejemplo, jamás recibí un beso, a pesar de que en los últimos años debo de haber abordado por lo menos a mil quinientas criadas. Todas eran muy temerosas, tal vez debido a la rígida severidad de las patronas, y, por consiguiente, después de entablar conocimiento, no podía obtener ninguna ventaja concreta. Sólo que la vida me resultaba más fácil…
En cierta ocasión cometí una imprudencia de la que fueron informados algunos de mis amigos, quienes se apresuraron a comentarla inmediatamente a todos nuestros amigos comunes:
—Debéis saberlo, ayer vi a Filip en la calle Hoza, y os lo juro, estaba arrobado ante una criada monstruosa.
La historia se difundió; las murmuraciones se esparcieron cada vez más, y el décimo o vigésimo murmurador comenzó a burlarse de mí, a felicitarme por mi buen gusto o por el hecho de que era un entusiasta de «las legumbres frescas». Otros llegaron hasta a insinuar que «sabían ciertas cosas, pero que preferían guardar silencio». Es fácil imaginar mi terror. En el Ministerio de Asuntos Exteriores ocurrían todo tipo de cosas, los gustos eran, como siempre, variados; a éste le gustaba tal cosa; a aquél, tal otra; pero, ¡qué diferencia entre una pierna bien torneada enfundada en una elegante media transparente y una criada tímida, descalza y vulgar! Si se hubiese tratado de muchachas jóvenes y vivaces, entonces sí que habría podido comentar las delicias de las legumbres frescas y su sabor infinitamente mejor que el de los complicados bocadillos que ofrece la ciudad, por supuesto no tan saludables. Las criadas con la cesta en la mano no tienen, sin embargo, nada en común con las legumbres frescas, sino más bien con la grasa de cerdo, con las fritangas y con el aceite más burdo. Más de una vez llegué a pensar con amargura que en su rancia fealdad buscaba yo mi destino personal, mi desventura. ¿Cómo es posible, me preguntaba, que en todas las clases, en cada uno de los estratos sociales, se puede encontrar a una señorita, a una joven, a una muchacha, en fin, a la poesía, mientras que las únicas totalmente carentes de atractivos y de belleza son las criadas? Sólo más tarde descubrí la ley de la selección artificial: eran las amas de casa quienes elegían astutamente a esos monstruos deformes, a esas vacas demasiado obesas o demasiado sanguíneas, esos traseros gigantescos, esos rostros contrahechos por obra de un puño desconocido… Una criada debe tener precisamente ese aspecto si no quiere que algún miembro de la familia se sienta de pronto asaltado por deseos poco honestos.
Por otra parte, no es que yo sintiera una gran pasión por ellas, sino sólo cierta timidez, muy dulce, que provenía del fondo del alma. La conservaba desde la infancia, cuando reteniendo el aliento y el corazón en un puño observaba los movimientos de nuestra sirvienta. La veía servir el almuerzo, limpiar el suelo, preparar la cena… o la observaba con los ojos entrecerrados, tímida y apasionadamente, cuando antes de las fiestas limpiaba las ventanas. No soy lo suficientemente idiota como para afirmar que una vulgar y horripilante criada puede satisfacer todas las exigencias estéticas o de cualquier otro género. Recuerdo, sin embargo, perfectamente, que en aquel tiempo, si la sirvienta sufría un resfriado, ese resfriado era a mis ojos tímidos algo mil veces más hermoso que todos los geranios que lucían en los dinteles de las ventanas… Recuerdo aún cómo todas las cosas tenían para mí el sabor del milagro, frente al que uno bajaba los ojos. Más tarde llegó, como es natural, el aprendizaje pedagógico o no, llegó la «experiencia», los zapatos de charol, las corbatas, el aseo de dientes y uñas, llegaron los éxitos, las condecoraciones, los five o’clock tea, llegaron París y Londres, pero la timidez sofocada por el lujo seguía prefiriendo definitivamente los monstruos de la escalera de servicio que pululaban en torno a los mercados, y sólo esos monstruos podían saciar semejante sed. Y no era a pesar de, sino más bien precisamente por pertenecer al grupo de funcionarios más distinguidos del Ministerio de Asuntos Exteriores por lo que amaba a las criadas con la faja mal puesta y me deleitaba al percibir bajo el sombrero de copa del diplomático o del abrigo inglés el antiguo desvarío, el antiguo palpitar de corazón, y me parecía que aquél era precisamente mi país de origen.
Pero era yo la timidez personificada. ¡Ah, si me hubiera atrevido! ¡Si se hubiese tratado de una doncella, de una descocada, de las tretas acostumbradas, del gabinete privado o de un cuarto de hotel, de algo alegre y brioso, entonces me habría burlado de todas las murmuraciones de este mundo y me hubiese paseado frente a todos con la convicción de ser un tigre! Ay, desafortunadamente, la mía era una verdadera timidez… ¿Qué debía hacer?, ¿cómo defenderme?, ¿cómo explicar lo que me ocurría?
—Debéis saberlo, ayer vi a Filip en la calle Hoza, y, os lo juro, estaba arrobado ante una criada monstruosa.
Me asusté de tal modo que poco después me casé con una persona que constituía el antídoto perfecto contra cualquier criada. Fue el miedo al ridículo lo que me hizo ceder. Esa es la verdadera tiranía. Rechacé a las criadas, las borré de mis recuerdos, las licencié desde el primer mes y les di con la puerta en las narices. ¿Seguirán pasando por las calles de Hoza y Krucza aquellos inmensos monstruos de pies hinchados? Es posible, pero para mí se trataba ya de una terra incógnita. Mi mujer era una persona extraordinariamente sedante. Tenía piernas ágiles como lianas, largas, con tobillos delgados; era el testimonio de mi buen gusto. Su silueta era también delgada y elegante, lo que hizo que mi matrimonio produjera por doquier una magnifica impresión. Contratamos también a una graciosa camarera, completamente distinta de las criadas habituales con la cesta de compras… Llevaba una cofia de encaje blanco y servía la mesa con mucha desenvoltura.
La personalidad de mi mujer se impuso en casa con pie firme pero delicado, de raza, bien torneado, cien mil veces distinto a esos pies hinchados, deformes, siempre planos. En la práctica nada había cambiado, sólo faltaban aquellas dos horas crepusculares, al margen de la existencia, pues, por lo demás, de un día a otro las cosas se desenvolvían como antes, ya que mi mujer, aun en las horas del más lánguido abandono, sabía no olvidar que yo era un funcionario del Servicio Exterior. Mientras tanto yo vagaba por la casa y repetía:
—Ah, quelle beauté, quelle grâce! —pronunciaba esas palabras con una abnegación inmensa, ya que, en alguna parte, en el fondo del alma, permanecía al acecho la cruel sospecha de que mi esposa, mis amigos, hasta la joven camarera con la graciosa cofia en la cabeza habían imaginado algo y yo me encontraba simplemente en un período de cura y observación.
¿Cómo explicar de otra manera esa extraña crueldad?… Demasiado a menudo, con excesiva asiduidad se lavaban los dientes, los pulían con demasiado esmero, calzaban zapatos demasiado puntiagudos, de barniz demasiado brillante. Mi mujer, por ejemplo, se bañaba diariamente y supongo que lo hacía con cierta intención tiránica. Abundaba la crueldad, la falta de corazón y el exceso de cierta hidroterapia fría. Parecía que quisiera sofocar en mí hasta la sombra de la nostalgia, el deseo del deseo, el recuerdo del recuerdo…
No obstante, yo aprobaba con docilidad, reconocía sus méritos y admiraba a mi mujer, de la misma manera que en París había admirado el Arco del Triunfo; pero a aquel Arco le faltaba hinchazón, le faltaba peso, y fue por eso que decidí volver a mi país. ¿Cómo, entonces, no tuve la fuerza para reaccionar del mismo modo ante mi mujer, también ella desprovista de hinchazón?, ¿cómo fue posible que, en vez de vagar sin meta a través de mares y tierras, ciertamente espléndidos, pero ajenos, no me estableciera para siempre en mi país?… ¿No es acaso nuestra primera obligación la de establecer la propia casa en el país natal?
En vez de comportarme de esa manera sensata, observaba con hipócrita admiración —traidor y renegado— el mundo hostil y helado de mi mujer, su geografía blanca y tersa, esos detalles que para mí eran tan vacuos y desérticos como el mundo lunar. «Qué deliciosa colina», pensaba yo, mirándola dormir. «Pequeña, redonda, blanca como la nieve. Delgada, flexible de cintura… ondulante, estética y moderna. ¡Qué pierna seductora, armoniosa, cómo escurre su blancura serpentina sobre la nívea sábana!» Mentía desvergonzadamente. Todo aquello era para mí la Luna, mientras la Madre Tierra yacía exilada quién sabe dónde. Sin embargo, hasta en el sueño mi mujer era incapaz de impedir en mí cualquier sentimiento de rebelión o resistencia. …Y había algo despótico en el modo en que su pierna se adelgazaba hacia la parte inferior, como si sólo esa forma fuera la debida.
¡Oh, qué pie pequeño, limpio, ligero, qué arco tan bien trazado, también él triunfal! —ya he hablado de cómo entró mi mujer en casa. Ella sabía hacer actuar aquel pequeño pie de una manera que no admitía protestas, lo hacía aparecer entre las mantas como si se tratara de una evidencia irrebatible. Besaba yo aquel pie con labios helados y me extasiaba ante su delgadez; los deditos eran color de rosa y poseían una gracia indecible, oh, sí, todo estaba como era debido, perfecto, perfecto, bien torneado. No había una sola mancha en toda la superficie de la piel, ni una sola, todo era blanco y terso hasta el infinito. No había sino lunas gélidas y monumentales, sólo perspectivas estéticas, líneas de árboles podados, farolillos chinos y japoneses. ¡Qué hermosura! Y todo tenía nombres extranjeros, desde la manicure hasta la permanente, pasando por el savoir-vivre y el bon ton. También yo me había vuelto europeo, todo lavado y reluciente. Además, en el mundo exterior, todo era también aséptico y reluciente, todo estaba preparado con anticipación, los calcetines, los zapatos de charol, la caña, la bata de casa a la última moda.
¡Y qué fácil y accesible resultaba todo! Bastaban unos cuantos signos convencionales. Sirviéndome de un número reducido de estos signos, conquisté el corazón de mi mujer. Y en el Ministerio cualquier cosa se resolvía también con la ayuda de esos signos convencionales. También las manicuras, las empleadas, las coristas, presa habitual de los funcionarios del Servicio Exterior, sólo exigían signos convencionales, un número restringido de operaciones: el cine, la cena, el club nocturno, un café, como distribuidores automáticos que repartiesen sus caricias siempre y cuando se apretara el debido botón. A veces topaba con cierres de seguridad ingleses, pero ellos también cedían ante quien sabía pronunciar las mágicas palabras de encantamiento y hacía girar la llave idónea en el momento apropiado. Así que hasta la mujer mejor pertrechada (tenía la convicción de que entre éstas se encontraba mi mujer) se abría como una ostra siempre y cuando se pronunciaran las palabras precisas, las santificadas por la costumbre, y se cumplieran los gestos rituales. Todo era terso, fácil, flexible como las convencionales piernas de mi mujer, y, como ella, todo se dirigía hacia abajo, hacia el minúsculo pie, y todo se reducía a estas cuantas palabras:
—¿Invitaste a los Piotrowski al five o’clock?
¡Qué diferente, cuánto más complicado era el otro asunto, el de las criadas! En todas partes encontraba uno obstinadas resistencias, tremendas susceptibilidades. Mi ojo, mi nariz y mi tacto se resistían; el único que quería era mi verdadero Yo. Paseo, observo la calle, la veo: hela aquí, camina arrastrando el trasero, mueve con indolencia sus gruesas y cortas pantorrillas, desnudas en verano y cubiertas por una áspera media blanca en invierno. Acelero el paso, pero mi abrigo y mi sombrero hongo ya me han traicionado… comienzan las dificultades y el suplicio. Me gustaría ver su rostro, mirarla, saber cómo es. Pero, ¡cómo volver la cara en la calle para contemplar a un personaje tan comprometedor! ¿Qué dirían las señoras? Así pues, paso al lado de la criada casi a la carrera, luego vuelvo a rehacer mis pasos con un pretexto cualquiera (y ya entonces el andar se me hace más difícil, mis movimientos bajo el abrigo inglés se vuelven fatigosos), le lanzo una mirada y veo cómo es. Veo si es una de esas robustas mujeronas con mejillas sonrojadas, o pálida y tumefacta, o embrutecida y temerosa o una de las gritonas y risueñas. Cuando finalmente termina la ronda de compras y la charla con sus vecinas y entra en el portón de su edificio, me precipito tras ella, la alcanzo en la escalera de servicio y, casi sin respiración, le pregunto:
—Perdone, ¿vive aquí la señora Kowalska?
La criada aún no ha comprendido, sube trabajosamente sus pies enormes de un escalón a otro y responde que no sabe. Yo, entretanto, trato de captar cualquier ligero ruido, para estar seguro de que ni por arriba ni por abajo se acerca nadie, de que no hay ninguna ama de llaves por alguno de los pisos y le propongo (mientras el corazón me late con violencia) con voz tímida, apenas audible:
—¿No podríamos conocernos?
La criada se detiene, me mira, y he aquí que algo parece sonreír, algo se agita bajo sus chales, y la felicidad aparece con una sonrisa tímida y una manita sucia, una manita mastodóntica, sólo un poquitín, ese poco necesario que la separa de una educación refinada. La tomo, la acaricio, susurro:
—Señorita María, me gusta usted mucho. Vengo siguiéndola desde la calle Marszalkowska.
Complacida, la criada sonríe:
—¿Cómo? ¿Qué es lo que le ha gustado tanto?
Le respondo con los ojos bajos, sintiendo que el corazón me estalla en el pecho.
—Todo, señorita María, todo —y trato de hablar en un tono audaz, pero con la mayor naturalidad posible para no despertar su oculta tendencia al cosquilleo.
La criada se echa a reír:
—¡Qué sinvergüenza! ¡Qué sinvergüenza!
Suelta una carcajada, y, de pronto, se cubre con un dedo un diente cariado. Absorta en su diente, se olvida por completo de mí y yo permanezco a su lado y espero. Entonces se quita el dedo de la boca, lo observa y de pronto algo se ha transformado en ella.
—No me gusta conocer a la gente en la escalera —a saber qué primitivo orgullo se ha despertado en su interior. Inmediatamente añade—: ¡Así que le gusta todo! ¡Con quién se imagina usted que está tratando!
Bajo la cabeza, me encojo de hombros, siento que se despierta en ella ese sentimiento de miedo, de ferocidad, de cosquilleo… De manera que sé que también esa vez el asunto va a terminar en nada. Entretanto, ya las otras criadas han oído, ya comienzan a abrirse las puertas de las cocinas, y, una tras otra, se asoman a la escalera, riendo, murmurando. Entonces, la mía se dobla de risa en un acceso de buen humor. ¿Qué podrá divertirla tanto? ¿Tendrá acaso deseos de bromear? Apoya el trasero en un escalón, extiende sus piernas y ruge:
—¡Ji, ji, ji, güiri, güiri, güí!
—¡Silencio, silencio! —murmuro aterrorizado, con miedo de que vaya a oírnos alguna ama de casa.
En cualquier momento una de ellas podría asomarse a la escalera. Pero las otras criadas, que se han colocado en los pisos superiores, responden con voces estridentes:
—¡Ji, ji, ji, güiri, güiri, güí!
¿Güiri, güiri, güí? ¿Qué podría significar eso? Debía de haber en mí algo que las excitaba, que provocaba en ellas, como una capa roja, su capacidad de risa. ¿Despertaba yo tal vez su sentido de la comicidad, igual que ellas, ni más ni menos, despertaban mi olfato? ¿O tal vez aquello tenía que ver con mi abrigo elegante? ¿O con mi pulcritud y el brillo de mis uñas, igual que a los ojos de mi mujer resultaba cómica la suciedad? Pero, sobre todo, debía de ser el miedo de encontrar a sus amas… Percibían ese miedo y era precisamente eso lo que las hacía reír… Cuando comenzaban a reír, yo ya sabía que todo estaba perdido. Y si por casualidad hubiese tratado de tomarla de la mano para calmarla, para aplacar su cosquilleo… ¡Dios me perdone! ¡Tratad de hacerlo!… El monstruo se contrae, se envuelve en su chai, emite un grito que llena toda la escalera:
—¡Qué se ha creído usted!
Bajo precipitadamente la escalera, con la cabeza gacha, mientras a mis espaldas se desencadena el infierno:
—¡Habráse visto semejante cerdo!
—¡Dale, María, tíralo por la escalera!
—¡Rómpele la cresta!
—¡Sinvergüenza!
—¡Atacar de esta manera a una señorita!
—¡Atacar a una señorita! ¡Rómpele la cresta!
Sí, sí, sí, aquello no era como con las manicuras o las coristas. ¡Allá todo era enorme y feroz, tímido y repulsivo como la jungla de las cocinas! ¡Todo era así! Y naturalmente jamás se llegaba a producir ningún acto inmoral. Tales eran mis recuerdos prohibidos, los recuerdos del pasado… El hombre es realmente un animal de poco juicio, el sentimiento siempre se impone en él a la razón. Hoy en día, al examinar con calma ese pasado que nunca más volverá, sé, como también lo sabía entonces, que nada hubiera podido ocurrir entre las criadas y yo porque nos separaba un abismo natural infranqueable. Hoy, sin embargo, como entonces, me niego a creer en la existencia de ese abismo y mi ira se dirige contra las amas de casa. ¿Quién sabe? Tal vez si no fuera por culpa suya, por culpa de sus sombreros y guantes, sus caras agrias, severas y descontentadizas… si no fuera por el miedo paralizador y por la vergüenza de encontrar a una de sus amas en la escalera… si éstas no hubieran inculcado el miedo en sus criadas, sembrando extraños rumores sobre ladrones, violaciones y asesinatos… Sí, con sus sombreros, las amas imbuían un gran temor y un terrible desasosiego. ¡Ah, cuánto odiaba a esas brujas, a esas grandes damas con una criada sólo para ellas, ellas eran las culpables!… Tal vez, pensaba, aunque quizá sin razón, tal vez sin su influencia las criadas hubieran adoptado una actitud mejor ante mí.
Comencé a envejecer. En mis sienes aparecieron algunas canas; ocupaba el alto cargo de viceministro de Asuntos Exteriores, y en pulcritud y aseo superaba hasta a mi mujer.
—La pulcritud —le decía yo a ella—, la pulcritud a toda costa y por encima de cualquier cosa. La pulcritud significa audacia.
—¿Audacia? —me preguntó, sorprendida—. ¿Qué quieres decir?
—Y la falta de pulcritud equivale a una forma de timidez.
—No te comprendo, Filip.
—La pulcritud crea la facilidad. La pulcritud crea el esplendor. La pulcritud es un modelo de vida. Detesto todas las aberraciones, los individualismos… son la selva virgen, la espesura donde la liebre y el jabalí pasean libremente. Odio esas fuerzas primitivas que saltan de pronto en medio de aullidos… son algo horrible, ya lo creo, realmente horrible.
—No te comprendo —me dijo fríamente mi mujer—, y, a propósito de pulcritud, ¿qué es lo que haces en el baño? Cuando te lavas, haces tal ruido que se oye en toda la casa… El agua chapotea de tal manera que ayer el cartero me preguntó si ocurría algo. Es necesario que te lo diga, cuando uno se lava debe hacerlo con tranquilidad… no veo la razón para armar semejante escándalo.
—Es verdad, tienes razón. Pero es que en esos momentos pienso en lo que pasa en el mundo… pienso en toda la suciedad que nos invade y que nos sumergiría en caso de que no nos lavásemos. ¡Ah, cuánto desprecio todo eso! ¡Cuánto lo odio! ¡Qué cosa más horrible! Escucha. También tú desprecias todo eso como lo desprecio yo. Dime que lo desprecias.
—Me asombra que tomes tan a pecho esas cosas —me respondió gélidamente—, yo no desprecio eso, sencillamente lo ignoro.
Me miró detenidamente y añadió:
—Filip, yo ignoro muchas cosas.
—También yo, tesoro —respondí apresuradamente.
¿Ignorar? ¿Y por qué no? Si ella lo decía, yo no tenía nada en contra. También yo, desde tiempo inmemorial, había caído en la más estúpida de las ignorancias. Sin embargo, una noche, aquella actitud suya de ignorar llegó a tal grado que poco faltó para que estallara un conflicto matrimonial. Me despertó una violenta sacudida. Mi esposa estaba de pie a mi lado, con una negligée colocada de prisa en los hombros… Me pareció irreconocible; temblaba de indignación y de disgusto.
—Despierta, Filip, compórtate. Estás gritando en sueños; no puedo continuar oyendo lo que dices.
—¿Yo? ¿En sueños? ¡No es posible! ¿Qué he dicho?
—«¿Vive aquí la señora Kowalska?» —dijo con repugnancia—. «¿Vive aquí la señora Kowalska?» Y luego gritabas: «¡Ji, ji, güiri, güiri, güí!» ¡Qué horror! —parecía no querer rozar esas palabras ni con la punta de la lengua—. Gemías y murmurabas que querías estrangular a ciertas lunas pálidas, frías y sofocantes, y repetías sin cesar: «¡Las detesto, las detesto!». ¿De qué lunas se trata, Filip?
—No es nada, tesoro. ¿Es que puede uno saber qué tonterías inventa en los sueños? ¿Unas lunas? Tal vez decía lunáticas…
—Decías que querías estrangularlas… estrangularlas… y luego añadías insultos que sólo en los bajos fondos…
—Habrá sido un recuerdo de juventud. Sabes, querida, que comienzo a envejecer y que en la vejez uno recuerda la juventud…
Me miró con suspicacia, tuvo un escalofrío, y pude descubrir, con gran asombro, que después de tantos años de vida matrimonial tenía miedo. ¡Tanto miedo como un ratón puede tenerlo de un gato!
—Filip —dijo, amedrentada—, esas lunas… (era eso lo que más la atemorizaba). ¡Esas lunas…!
—No te preocupes, mi vida, tú no eres una selenita.
—¿Una selenita? ¿Qué quieres decir? ¡Por supuesto que no lo soy! ¿Qué quiere decir exactamente selenita? Claro que no lo soy. ¡Pero —exclamó—, contigo jamás he conocido una noche de tranquilidad! ¡No tienes idea de lo que son tus ronquidos! Por delicadeza no había querido decírtelo, pero, ¡por el amor de Dios!, domínate, trata de analizarte y de explicarte qué te ocurre, de otra manera, ya lo verás, acabará por suceder una desgracia —gimió desconsolada—. ¡Ni una sola noche tranquila! ¡Ay, cuánto gimes, murmuras y roncas! Parece que fueras a partir de caza. ¿Por qué me habré casado contigo? Hubiera podido perfectamente hacerlo con León. Y, ahora, desde que empezaste a envejecer, estás cada vez peor… Y para colmo comienza la primavera. Filip, haz un esfuerzo y explícame lo de las lunas.
—No puedo explicarte nada por la sencilla razón de que no entiendo nada, querida.
—Lo peor es que no tienes ninguna intención de comprender, Filip —añadió, tamborileando con los dedos en el velador—. Te repito una vez más que no sé de qué lunas hablas, no sé a quién insultas, no sé nada, pero si algo ocurriera, recuerda que siempre he sido una buena esposa. Te he demostrado siempre mi afecto, Filip.
Me quedé muy sorprendido al saber que roncaba, pero… ¿adonde quería ir a parar? ¿Por qué adoptaba ese tono conmigo? Yo no era sino un hombre que envejecía, sin pasiones, a fin de cuentas inofensivo, desgastado por la vida regular que llevaba en casa y en la oficina… Y así, de ese episodio, nacieron mis cautos avances a nuestra camarera. Mi mujer lo advirtió, la despidió inmediatamente y contrató a otra. Pero también con ella comencé a portarme inconvenientemente. Fue despedida, igual que la que le sucedió.
—¡Filip! —exclamó un día.
—Mira, querida, es más fuerte que yo. ¿Qué puedo hacer? Envejezco, tú misma lo ves, y antes de que me retire quisiera darme ese gusto. Por otra parte, nuestras graciosas camareras, esas doncellas de cofia en la cabeza, tú bien lo sabes, constituyen el bocado preferido de los embajadores, se las consume en las mejores mesas.
En ese momento mi mujer decidió contratar a una mujer de más edad. Volvió a ocurrir, irremediablemente, la misma historia, y entonces, convencida de que se trataba de un capricho pasajero, hizo venir a casa a uno de esos monstruos de chal en la cabeza, la cual, estaba convencida, no atraería la atención de nadie.
Y, en efecto, me calmé. Subieron al cuarto de servicio el inevitable baúl… Yo permanecía con los ojos bajos, y sólo durante el almuerzo veía un dedazo gordo y repugnante, la piel arrugada y ennegrecida del antebrazo… Oía el paso que hacía temblar la casa entera, olía el desagradable tufo de grasa y cebolla y, mientras leía el periódico, vislumbraba la turbulencia, la hinchazón, la torpeza de todos los movimientos de aquel mastodonte. Oía la voz, esa voz un poco ronca, ni urbana ni campesina, y a veces me llegaban risas estridentes provenientes de la cocina. Oía sin escuchar, veía sin mirar, mientras mi corazón palpitaba emocionado, volvía a ser tímido, amedrentado, como lo había sido en otra época en las escaleras de servicio… Vagaba por la casa y al mismo tiempo hacía extraños proyectos. No… los temores de mi mujer eran absurdos, qué espíritu de Don Juan podía amenazarla en un hombre que se estaba apagando… y que hubiera querido, cuando mucho, antes de extinguirse del todo, saborear un poco el aire del pasado, observar, escuchar…
Y así observaba atentamente el juego de la naturaleza, la trágica farsa de la vida… El efecto que mi mujer producía en la criada, y el de ésta en mi mujer, y cómo en esa confrontación ambas, tanto mi mujer como la criada, aparecían en toda su plenitud. Al principio mi mujer sólo pronunciaba un «¡Oh!» sofocado. Yo advertía que se estremecía entera cuando percibía el paso estentóreo de la criada… pero precisamente por mí estaba dispuesta a tolerar muchas cosas. Junto al baúl, la criada llevó a nuestra casa todas sus propiedades, o sea los insectos, la tortícolis, el dolor de dientes, las uñas sucias, el llanto convulsivo, las carcajadas, el mal aliento… todo eso invadió la casa mientras mi mujer fruncía cada vez más los labios, sí, hasta convertirlos en una línea de tan tenue casi invisible. De inmediato comenzó, como era previsible, la educación de la criada… Miraba yo con los ojos entrecerrados cómo aquel procedimiento asumía aspectos cada vez más crueles, hasta transformarse en una especie de mutilación. La criada se retorcía como si la quemaran con un hierro candente, no lograba dar un solo paso de acuerdo con su propia naturaleza; mi mujer no cedía… surgía en ella cada vez más poderoso el instinto de estrangular, cada vez era mayor el odio, en tanto que yo, desde mi rincón, me cargaba también cada vez más de odio, aunque no hubiera sabido explicar ni las razones ni el objetivo. Con admiración ligeramente velada observaba cómo frente a mi mujer se erguían fuerzas primitivas, y se desencadenaba una lucha cruel que se remontaba a la prehistoria.
Nos dimos cuenta de que la criada hacía ruidos intestinales. Mi esposa le hizo tomar unos medicamentos, pero no sirvieron de nada; de aquel abdomen surgían murmullos misteriosos y abismales, y muy a menudo se percibía la presencia de ese oscuro abismo. Mi mujer la sometió a una dieta, le prohibió comer todo lo que pudiera producir esos ruidos y al final perdió la paciencia.
—Czesia, debe poner fin a esos ruidos, de lo contrario tendré que despedirla.
La criada se asustó y a partir de aquel momento su abdomen atemorizado emitió una doble ración de música… Mientras tanto mi mujer, pálida e irritada, al ver que aquello no tenía remedio, fingía no oír nada y sólo la traicionaba un ligero temblor de párpados.
—Mire, Czesia —dijo mi mujer con severidad en otra ocasión—, le exijo que se bañe por lo menos una vez a la semana, el mejor día será el sábado. Le recomiendo que se frote con estropajo y jabón.
Semanas después, mi mujer se acercó de puntillas a la puerta del baño y miró por el ojo de la cerradura. Czesia, completamente vestida, se inclinaba frente a la bañera y agitaba el agua con el termómetro; a su lado permanecía el jabón y el estropajo, secos, intactos. Y así, debido a una incesante irritación, mi mujer se fue paulatinamente transformando en una de esas amas de casa agrias y despiadadas (tanto que yo mismo llegué a espantarme). Solía gritar como una arpía contra el novio de la criada cuando pasaba a buscarla por la noche:
—¿Qué busca usted? ¡Largo de aquí! Le he prohibido acercarse a esta casa. ¡Fuera de aquí! ¡Ahora mismo! ¡Que no vuelva a verlo! —exactamente igual que aquellas grandes damas de tres centavos.
Observaba todo aquello, todas las extrañas transformaciones, en un estado que podría definirse de cataléptico, trazando dibujos en el mantel con un tenedor durante horas enteras. Y ya era demasiado tarde para dar marcha atrás; sólo era posible hacer un balance, asumir las cuentas y escuchar aún antes del fin los dulces y culpables ecos de la juventud. Las viejas y olvidadas historias, las viejas timideces y el viejo odio tocaban a mi puerta, como el pájaro carpintero golpea en invierno una rama seca y desprovista de follaje. Esas historias, por su parte, me hacían señales con un dedo gordo y ennegrecido. ¡Oh, cuan miserable me sentía en ese lavarse y deslavarse hasta los huesos! ¿Dónde habían quedado el temor, el pánico, la vergüenza, la zozobra? ¿Habría yo (y me detenía ahí, antes de examinar a fondo esa pregunta embarazosa) arruinado mi vida entera? ¿Era posible que sólo el pecado y la suciedad fuesen profundos? ¿Se ocultaría acaso la profundidad bajo una uña sucia? Escribí con un dedo en un cristal, sin pensar en lo que hacía: «¡Vergüenza a quien abandona la propia suciedad por la pulcritud de los demás! ¡La suciedad siempre es nuestra; la pulcritud, es de los demás!».
Reflexionaba vagamente sobre problemas nebulosos; me decía, por ejemplo, que cierta cantidad de suciedad y de abandono es lo que define a una criada y que, si se debiera eliminar esa suciedad y esa dejadez, dejaría de ser una criada. ¿Si todas las criadas tienen novio, y si ese novio las ama, las ama apasionadamente con toda su dosis de belleza y fealdad, podría, pues, afirmarse que también la fealdad es amada? Y, si es amada, ¿por qué se la combate? Pensaba incluso que, si alguien se dedica a amar sólo lo bello y elegante, ama sólo la mitad del ser humano. Y en seguida caí en una serie de ensueños incoherentes (no hay que olvidar que ya para entonces estaba esclerótico)… Soñaba con extraños pajaritos, encajes, avellanas, y una gran luna sardónica suspendida en el aire por encima de la tierra. La osadía se burla de la miserable timidez… El pie pequeño, gracioso, triunfal, ama burlarse del pie hinchado y antediluviano. Alguien ha dicho que en la vida la audacia lo es todo. No; la audacia significa una muerte lenta, mientras que la vida significa precisamente aquella atemorizada timidez. Quien ama a una criada monstruosa, vive; en cambio, los otros languidecen sobre un seno de belleza clásica.
—Oye, Czesia —le dije un día—, la señora dice que gritas horriblemente, que tus gritos le producen una jaqueca perpetua.
—La señora cree que una criada no es un ser humano —gimió.
—Czesia —le pregunté—, ¿es cierto lo que dice la señora, que cuando entras en este cuarto la porcelana resuena como si estuviera a punto de hacerse añicos?
Czesia respondió con aire lúgubre:
—A la señora nada le complace.
—La señora está contra las criadas —dije—, contra ti y contra todas las del edificio. Dice que sois todas muy escandalosas, que sois vulgares, que no hacéis sino charlar hasta reventarle a uno los tímpanos y que además transmitís enfermedades. No le gustan las criadas porque dice que sois todas ladronas… eso la enferma. Según la señora, también los novios de las criadas roban y transmiten toda clase de enfermedades.
Terminada esta declaración, me quedé callado como si no hubiera abierto la boca… y, como todos los días, a la vuelta del Ministerio, hojeé los periódicos. Poco después mi esposa me pidió que despidiera a la criada.
—En los últimos tiempos —dijo— se ha vuelto arrogante, me mira de mal modo y, además, se pasa el día entero en la escalera de servicio con las otras criadas. Un día había cuatro en la cocina. En el patio murmura con los porteros; ya es tiempo de que la despidamos.
—¡Bah, déjala un poco más! Es cierto que es una parlanchina incorregible, pero al menos es honrada. No nos roba.
Mi mujer comenzó a ponerse tremendamente nerviosa, me parece que de manera desproporcionada.
—¡Czesia!, ¿de qué se reía usted tanto con la portera?
—De nada, sólo conversábamos.
No sé cuál fue la razón, pero el hecho es que mi mujer no podía ya dominar sus nervios. Un día me hizo una verdadera escena: un momento antes, al salir al balcón, había visto a la camarera del apartamento de en frente que le contaba algo a la cocinera; ambas la miraron y soltaron la carcajada. Tuve que intervenir y poner fin a la escena. Asomé la cabeza y comencé a gritar:
—¿Qué significa eso? Basta ya de risitas estúpidas.
Pero mi mujer parecía sufrir casi de manía persecutoria:
—Te lo ruego, debes despedirla este fin de mes. Su arrogancia crece día a día. Esparce rumores desagradables sobre nosotros. Le prohibí que hablara con las otras criadas, pero hoy volví a encontrarla murmurando con la portera y con la horrible cocinera de la planta baja. ¡No puedo soportar más estas estupideces!
—¿Por qué despedirla de repente? Es posible que mejore con el tiempo.
—Mira, Filip —dijo con repentina inquietud—, no tengo ninguna objeción para que volvamos a tomar a nuestra primera camarera —y añadió con un esfuerzo—: Haz el favor de escucharme y dime qué puede significar esto: Czesia se burla de mí a mis espaldas. ¿Quién la anima a hacerlo? Estoy segura de que tan pronto como le vuelvo la espalda me hace muecas, me saca la lengua y gesticula soezmente. Te lo repito, estoy segura.
—¿Pero qué dices? No debes sentirte bien, tesoro. ¿De qué podría burlarse, si no hay nada ridículo en ti?
—¿Cómo puedo saber qué es lo que provoca su burla? Tal vez la imbecilidad, la suya por supuesto. Es evidente que algo en mí…
—Es posible que tu manicura la haga reír, esos espejitos brillantes colocados en hilera —dije pausadamente—, o el hecho de que te suenes las narices con un pañuelo. Sólo Dios sabe qué pueda divertir a una criada inculta e ignorante… tal vez tus jabones.
—¡Calla! —gritó—. No tengo la menor curiosidad por saberlo. Además, no sólo se ríe ella, sino también las demás. ¡Debías oír sus risas vulgares y groseras! ¡Qué desvergüenza! Habla con el propietario del edificio. ¡Qué se han creído esas mujeres! Enfermaré, de eso estoy segura.
Le grité a Czesia:
—¡Czesia!, ¿por qué pones nerviosa a la señora? ¡Sabes bien que es una persona delicada y que puede enfermarse con facilidad!
También me quejé al propietario del edificio por el desorden que reinaba en la escalera. Pero, al día siguiente, alguien me arrojó una cebolla marchita por una ventana. Me pareció percibir acentos primaverales en el patio, cierta estupidez y vulgaridad, un cosquilleo inesperado y tremendo… como si alguien cosquilleara delicadamente los pies a un mastodonte. Una de las criadas de la escalera lateral se atrevió a reírse abiertamente de mi mujer; en nuestra puerta aparecieron dibujos repugnantes y frases verdaderamente escalofriantes, escritas con tiza, y mi mujer y yo aparecíamos en posturas horribles y obscenas. La criada, por órdenes de mi mujer, debía borrar esos escritos varias veces al día. Llevada por la desesperación, mi esposa permanecía al acecho en el corredor, irrumpía en el patio de la escalera al menor ruido, pero jamás logró pescar a nadie con las manos en la masa. Comenzamos a ser víctimas de todo tipo de bromas.
—¡La policía! ¿Dónde está la policía? ¡Llama a la policía! ¡Cómo se atreven! ¡Hay que despedir a todas las criadas, a la portera, a sus hijos! ¡También ellos son impertinentes! ¡Es una mafia! ¡Una conjura! ¿Me ha oído, Czesia? Voy a llamar a la policía. ¿Por qué me mira de ese modo? ¡Le prohíbo mirarme así! ¡Largo de aquí!
Pero los gritos de mi mujer no hacían sino soliviantar una arrogancia y un odio tremendos, larvados e impertinentes.
—¿Qué pasa, Filip? —me dijo un día mi mujer, temblando de miedo—. ¿Qué está ocurriendo aquí? Hay algo sucio que me amenaza, algo que está madurando. ¿Qué hay en mí de extraño? ¿Qué quieren de mí? ¡Filip! —me miró y un instante después perdió todo color, se volvió gris, apagada y fue a acurrucarse silenciosamente en un rincón.
Yo permanecía en mi sillón, con el periódico en la mano y el cigarrillo entre los dedos que dejaba consumir mientras reflexionaba. No me quedaba ninguna duda… habríamos podido despedir a la criada, cambiar de casa, hasta ir a vivir en otro barrio, claro que podíamos hacerlo, pero yo era inerme, tímido y medroso. Si mi mujer odiaba a la criada, era normal que también la criada odiara a mi mujer. Me inclinaba sobre aquel odio, lo tomaba entre las manos temblorosas, lo observaba con los ojos débiles de un viejo y escuchaba la voz insistente que provenía de la cocina:
—Pues le digo, señora, que si yo quisiera contarlo todo, todas las rarezas que he visto en esta casa, me moriría antes de vergüenza y a usted se le helaría la sangre en las venas.
Yo escuchaba y callaba.
Un día mi mujer se quitó un anillo y lo puso en la mesa del comedor, y yo, mecánicamente, lo tomé y me lo guardé en el bolsillo. Poco después le pregunté:
—¿Dónde tienes tu anillo, tesoro?
—¡Czesia!
Czesia respondió:
—¡Señora!
Mi mujer gritó:
—¡Ladrona!
La criada vociferó vulgarmente, con los brazos en jarras:
—¡Ladrona serás tú!
Mi mujer:
—¡Cierra el pico!
La criada:
—¡El pico lo cerrarás tú!
Mi mujer:
—¡Fuera, fuera de aquí, inmediatamente!
La criada:
—¡Fuera de aquí!
¡Vaya escena! En todas las ventanas aparecieron caras de criadas, de todas partes llegaban gritos, insultos e improperios, una terrible carcajada resonó fuertemente, y he aquí lo que vi: la criada asió a mi mujer por los cabellos y comenzó a tirar, a tirar, y a través de una especie de niebla me llegó la voz implorante de mi mujer:
—¡Filip!