El artífice de la belleza
Nathaniel Hawthorne
Un anciano que, con su bonita hija colgada del brazo, pasaba por la calle, emergió de la penumbra de la noche nubosa penetrando en la luz que proyectaba la vidriera de una pequeña tienda sobre el pavimento. Era una especie de ventana salediza, y en su interior estaban suspendidos una gran variedad de relojes de pared, algunos de similor, otros de plata, y uno o dos de oro, con sus esferas vueltas en dirección contraria a la calle, como negándose con grosería a informar a los transeúntes qué hora era. Dentro del negocio estaba sentado un joven, frente al escaparate, con su pálida tez inclinada atentamente sobre una delicada pieza mecánica sobre la cual se proyectaba el concentrado fulgor de una lámpara con pantalla.
—¿Qué puede estar haciendo Owen Warland? —murmuró el viejo Peter Hovenden, relojero retirado y antiguo maestro de ese mismo joven sobre cuya ocupación se estaba interrogando—. ¿Qué puede estar haciendo este muchacho? Durante los últimos seis meses nunca pasé por su negocio sin verlo trabajar tan afanosamente como ahora. Debe tratarse de algo distinto a sus habituales tonterías en busca del movimiento perpetuo. Y aún sé lo suficiente de mi antiguo oficio como para estar seguro de que lo que tanto lo ocupa en este momento no es una parte del mecanismo de un reloj.
—Quizá, padre —dijo Annie, sin demostrar mucho interés en el asunto—, Owen esté inventando un nuevo tipo de cronómetro. Creo que no le falta ingenio para ello.
—¡Bah, criatura! Carece del tipo de ingenio necesario para inventar algo mejor que un juguete holandés —respondió el padre, quien ya antes había recibido no pocos disgustos por el talento desordenado de Owen Warland—. ¡Maldito sea su ingenio! Su único efecto fue entorpecer la precisión de algunos de los mejores relojes de mi negocio. Si su ingenio pudiera construir algo mayor que un juguete, tal como te dije, ¡no sería raro que intentara sacar el sol de su órbita y trastornar el curso del tiempo!
—¡Shhh, padre! que puede oírte —susurró Annie, apretando el brazo del viejo—. Sus oídos son tan delicados como sus sentimientos, y tú sabes con qué facilidad se alteran éstos. Sigamos caminando.
Así fue que Peter Hovenden y su hija Annie siguieron su camino sin volver a hablar, hasta que en un callejón lateral de la ciudad se encontraron frente a la puerta abierta de una herrería. Adentro se veía la forja, ora llameante e iluminando el alto y oscuro cielorraso, ora confinando su fulgor a una angosta franja del piso sembrado de carbón, según el fuelle exhalara su aliento sobre las brasas o volviera a aspirarlo dentro de sus vastos pulmones de cuero. En los intervalos de luminosidad era fácil distinguir objetos en los rincones remotos del taller y herraduras colgadas de la pared; y en la fugaz penumbra el fuego parecía arder en medio de la vaguedad de un espacio abierto. En medio de los rojos destellos que se alternaban con la oscuridad se movía la figura del herrero, digna de ser contemplada en el contraste pintoresco de luz y sombra, donde el resplandor pugnaba con la noche, como si se estuvieran arrebatando mutuamente su gentil vigor. En eso el hombre extrajo de las brasas una barra de hierro al rojo blanco, la depositó sobre el yunque, levantó su poderoso brazo y pronto quedó envuelto en las miríadas de chispas que los golpes de su martillo esparcían en la penumbra circundante.
—Este sí que es un espectáculo agradable —dijo el viejo relojero—. Sé lo que significa trabajar con el oro, pero denme una maza y me quedaré con el hierro. El herrero aplica su trabajo sobre algo real. ¿Qué opinas tú, hija?
—Te suplico que no hables tan alto, padre —susurró Annie—. Robert Danforth te oirá.
—¿Y qué tiene de malo que me oiga? —preguntó Peter Hovenden—. Vuelvo a repetir que es bueno y sano depender de la fuerza bruta y la realidad, y ganarse el pan con el brazo desnudo y curtido del herrero. Al relojero se le confunde la cabeza de tanto trabajar con engranajes que se mueven dentro de otros engranajes, o pierde la salud o la agudeza de su vista, como sucedió en mi caso, y se encuentra en medio de la vida, poco más o menos, sin poder desempeñar su oficio, ni ningún otro, y para peor demasiado pobre para vivir con holgura. Así repito: denme la fuerza bruta a cambio de mi dinero. Y además, ¡cómo libra este trabajo de insensateces al hombre! ¿Alguna vez oíste decir que un herrero fuese tan tonto como Owen Warland?
— ¡Bien dicho, tío Hovenden! —vociferó Robert Danforth desde la fragua, con una voz sonora, profunda y alegre que resonó en el techo—. ¿Y qué opina la señorita Annie de esa teoría? ¿Supongo que pensará que es más delicado ser un chapucero arreglador de relojes de dama que forjar una herradura o hacer una parrilla?
Annie arrastró a su padre hacia adelante sin darle tiempo a contestar.
Pero es menester retornar al negocio de Owen Warland y dedicar más atención a su historia y su carácter que la que Peter Hovenden, o probablemente su hija Annie, o el antiguo condiscípulo de Owen, Robert Danforth, habrían creído digna de un personaje tan insignificante. Desde la época en que sus pequeños dedos pudieron sostener un cortaplumas Owen se había destacado por un sutil ingenio, que elaboraba hermosas tallas en madera reproduciendo principalmente figuras de flores y pájaros; otras veces parecía apuntar hacia los ocultos misterios de la mecánica. Pero siempre lo hacía en busca de la belleza y nunca intentaba imitar algo de uso práctico. No construía, como la mayoría de los artesanos aplicados, pequeños molinos de viento en un rincón del granero ni molinos de agua en el arroyo más cercano. Quienes descubrieron dicha particularidad en el niño, y pensaron que era digna de ser observada con detenimiento, tuvieron algunas veces motivo para suponer que intentaba imitar la maravillosa dinámica de la Naturaleza, ejemplificada en el vuelo de los pájaros o en la actividad de los animalitos. Parecía tratarse, en verdad, de un nuevo rumbo del amor a la belleza, similar al que podría haberlo convertido en poeta, pintor o escultor, y que se hallaba tan completamente despojado de toda vulgaridad utilitaria como podía estarlo en cualquier arte. Contemplaba con singular disgusto los mecanismos rígidos y regulares de las máquinas comunes. Cuando cierta vez lo llevaron a ver una máquina de vapor, con la esperanza de que su comprensión intuitiva del principio mecánico se viera complacida, palideció y se sintió enfermo, como si le hubieran enfrentado con algo monstruoso y antinatural. Su espanto se debió en parte al tamaño y la terrible potencia del obrero mecánico; porque la naturaleza de la mente de Owen era proclive a lo microscópico, y tendía instintivamente a lo diminuto, en armonía con su figura menuda y la maravillosa pequeñez y delicadeza de sus dedos. No era que su sentido de la belleza estuviera rebajado a lo primoroso. La idea de lo bello no guarda relación con el tamaño y puede desarrollarse perfectamente tanto en un espacio reducido sólo apto para la investigación microscópica, como en el vasto ámbito en el que se mide un arco iris. Pero, de todos modos, la específica pequeñez de sus objetos y logros hacía que el mundo fuera más incapaz que en cualquier otra actividad de apreciar el genio de Owen Warland. Los parientes del joven no vieron pues nada mejor —y quizá no lo había— que emplearlo como aprendiz de un relojero, con la esperanza de que su extraño ingenio pudiera ser regulado y orientado a fines utilitarios.
Pero ya hemos dicho cuál era la opinión de Peter Hovenden sobre su aprendiz. No pudo sacar nada en limpio del muchacho. Es cierto que la velocidad con que Owen asimiló los misterios del oficio fue inconcebible, pero olvidaba o despreciaba totalmente el objeto principal de la actividad de un relojero, y le importaba tan poco la medición del tiempo que parecía estar inmerso en la eternidad. Sin embargo mientras Owen permaneció bajo la vigilancia de su viejo maestro, su falta de carácter, unida a órdenes estrictas y estricta vigilancia, lograron frenar su excentricidad creadora. Pero cuando concluyó el período de aprendizaje y se hizo cargo del pequeño negocio que Peter Owen debía abandonar a causa de su mala vista, la gente descubrió qué poco eficiente era Owen Warland para guiar al viejo y ciego Padre Tiempo a lo largo de su curso cotidiano. Uno de sus proyectos más racionales consistió en conectar un dispositivo musical al mecanismo de sus relojes para que todas las estridentes disonancias de la vida se tornaran melodiosas, y cada fugaz momento cayera en los abismos del pasado como dorada gota de armonía. Si le confiaban un reloj familiar para reparar —uno de esos relojes altos, antiguos, que casi se han hecho aliados de la naturaleza humana a fuerza de mesurar la vida de muchas generaciones— se encargaba de organizar con figuras un baile o cortejo fúnebre sobre su venerable cuadrante, simbolizando las doce alegres o melancólicas horas. Varias monstruosidades de ese género destruyeron totalmente la reputación del joven relojero entre esa gente reposada y prosaica que sostiene la opinión de que no se debe jugar con el tiempo, ya lo consideren un medio de progreso y prosperidad en este mundo o una preparación para el venidero. Su clientela disminuyó rápidamente… una desventura que, desde luego, Owen Warland consideró como uno de sus mejores sucesos, pues estaba cada vez más absorto en una ocupación secreta que reclamaba toda su ciencia y destreza manual, y que lo obligaba a desplegar todas las facultades características de su genio. Esta empresa lo había absorbido durante muchos meses.
Luego que el viejo relojero y su bonita hija lo observaron desde la oscuridad de la calle, Owen Warland cayó preso de una alteración nerviosa que hizo temblar sus manos con tanta violencia que no pudo continuar la delicada labor a la que estaba entregado.
—¡Era Annie en persona! —murmuró—. Debería haberlo sabido al sentir las palpitaciones de mi corazón, aun antes de oír la voz de su padre. ¡Ah, cómo late! Difícilmente pueda volver a trabajar esta noche en este exquisito mecanismo. ¡Annie, queridísima Annie! deberías impartir firmeza a mi corazón y mi mano, y no hacerlos estremecer de este modo. Pues si me empeño en dar forma al espíritu mismo de la belleza, y en darle movimiento, lo hago sólo por ti. ¡Oh, apacíguate corazón, sé cauto! Si mi trabajo se frustra de este modo tendré sueños vagos e insatisfechos que me dejarán sin ánimo para mañana.
Mientras se esforzaba por retomar su trabajo se abrió la puerta del negocio dando paso nada menos que a la robusta figura que Peter Hovenden se había detenido a admirar, en medio de las luces y sombras de la herrería. Robert Danforth traía consigo un pequeño yunque de su propia factura y especial diseño, que el joven artista le había recientemente encargado. Owen examinó la obra y dictaminó que estaba hecha según sus deseos.
—¡Claro, claro que sí! —dijo Robert Danforth, y su vozarrón llegó al negocio como el sonido de un contrabajo—. En mi especialidad me considero tan bueno como el mejor, aunque haría una triste figura en la tuya con un puño como éste —agregó riendo, y colocando su enorme mano junto a la muy delicada de Owen—. ¿Pero qué importa eso? Yo pongo más fuerza en un solo golpe de maza que la que tú has gastado desde que eras aprendiz. ¿No es verdad?
—Es muy probable —respondió la voz baja y débil de Owen—. La fuerza es un monstruo terrenal. No tengo pretensiones de tenerla. Mi fuerza, cualquiera que ella sea, es totalmente espiritual.
—Bueno, Owen, ¿qué estás haciendo? —le preguntó su antiguo condiscípulo, y su voz volvió a tener una potencia tal que el artista se encogió, especialmente porque la pregunta se refería a un tema tan sagrado como el sueño absorbente de su imaginación—. La gente dice que tratas de lograr el movimiento perpetuo.
—¿El movimiento perpetuo? ¡Disparates! —replicó Owen Warland con un movimiento de disgusto, pues estaba lleno de petulancia—. Nunca se logrará lograrlo. Es un sueño que puede engañar a hombres cuya mente está trastornada con lo material, pero no a mí. Además, aunque fuera posible, no valdría la pena que me desvelara por él, sólo para que lo utilizaran en trabajos como los que ahora realizan el vapor y la fuerza hidráulica. No ambiciono que me honren con la paternidad de un nuevo tipo de máquina desmotadora de algodón.
—¡Eso sería verdaderamente divertido! —bramó el herrero, estallando en risas tan estruendosas que el mismo Owen, y las campanas de cristal sobre su mesa de trabajo, vibraron al unísono—. ¡No, no, Owen, ningún hijo tuyo tendrá articulaciones y coyunturas de hierro! Bueno, no quiero distraerte más. Buenas noches, Owen, y buena suerte. Y si necesitas alguna ayuda, siempre que ésta se resuelva con un buen golpe de martillo sobre el yunque, ¡estoy a tus órdenes!
Y lanzando otra carcajada el gigantón abandonó la tienda.
—¡Qué extraño! —murmuró Owen Warland para sus adentros, apoyando la cabeza sobre su mano—. Todas mis cavilaciones, mis propósitos, mi pasión por la belleza, mi conciencia del poder para crearla —un poder tan delicado, tan etéreo, que este gigante terrenal no puede siquiera imaginar— todo, ¡todo me parece vano y ocioso cada vez que Robert Danforth se cruza en mi camino! Si lo encontrara más seguido me volvería loco. Su fuerza recia, bruta, oscurece y confunde lo espiritual que yace dentro de mí. Pero yo también seré fuerte a mi modo. ¡No me rendiré ante él!
Sacó una diminuta pieza mecánica que estaba bajo una campana de cristal y la colocó bajo la luz concentrada de su lámpara; y observándola atentamente a través de una magnífica lupa, procedió a trabajar con un delicado instrumento de acero. Sin embargo, después de un instante, se recostó contra el respaldo de su silla y se estrujó las manos con una expresión de horror en el rostro, haciendo que sus menudas facciones se vieran tan impresionantes como podrían haberlo sido las de un gigante.
—¡Cielos! ¡Qué he hecho! —exclamó—. El hálito, la influencia de esa fuerza bruta… ha aturdido y embotado mis sentidos. He dado el toque justo —el toque fatal— que temía desde el primer momento. Todo ha terminado… el trabajo de meses, el objeto de mi vida. ¡Estoy perdido!
Y allí permaneció sentado, sumido en su extraña desesperación, hasta que la llama vaciló en el portalámparas y dejó al Artífice de la Belleza sumido en las tinieblas.
Así es como las ideas se desarrollan dentro de la imaginación y, a pesar de ser tan hermosas y dotadas de un valor superior a todo lo que el hombre puede definir como valioso, corren el riesgo de quebrarse y aniquilarse por el contacto con la realidad. El requisito de todo artista ideal es poseer una fuerza de voluntad difícilmente compatible con la delicadeza. Debe conservar la fe en sí mismo mientras el mundo incrédulo lo hostiga con su absoluto escepticismo; debe erguirse contra la humanidad y ser el único discípulo de sí mismo, tanto con su genio como con los objetos hacia los que éste se dirige.
Por un tiempo Owen Warland sucumbió ante esta severa, pero inevitable prueba. Pasó unas cuantas semanas de desaliento con su cabeza apoyada tan continuamente sobre las manos que los vecinos apenas tenían la oportunidad de verle el rostro. Cuando al fin volvió a mostrarlo a la luz, un cambio frío, opaco, indefinido era perceptible en él. Sin embargo, a juicio de Peter Hovenden, y de aquellas inteligencias sagaces que piensan que la vida debe estar regulada como un mecanismo de reloj por contrapesos de plomo, la alteración fue totalmente favorable. Owen se transformó ahora, en verdad, en un empeñoso trabajador. Era sorprendente observar la apagada gravedad con que inspeccionaba los engranajes de un antiguo y enorme reloj de plata, deleitando así a su propietario, quien lo había lucido en el bolsillo de su chaleco durante tanto tiempo que lo consideraba parte de su propia vida y por ende vigilaba celosamente su cuidado. En mérito a la buena fama así adquirida, Owen Warland fue invitado por las mismas autoridades para regular el reloj del campanario de la iglesia. Tuvo tanto éxito en este trabajo de interés público que ahora los mercaderes reconocían entre dientes sus virtudes en la Bolsa; la enfermera susurraba sus bondades mientras servía la poción en el aposento del enfermo, el amante lo bendecía en la hora de su cita; y la ciudad en general agradecía a Owen la puntualidad con que servía el almuerzo. En otras palabras, el pesado lastre que reposaba sobre su espíritu mantenía todo en orden, no sólo dentro de su propia esfera sino en todos los lugares donde se oían los metálicos acentos del reloj de la iglesia. En esas circunstancias, un detalle minúsculo de su nuevo estado de ánimo era que cuando le pedían que grabara nombres o iniciales sobre cucharas de plata, inscribía las letras solicitadas en el estilo más llano posible, omitiendo la gran cantidad de floreos caprichosos que hasta entonces distinguían ese tipo de trabajo.
Un día, durante la época de esta feliz transformación, el viejo Peter Hovenden fue a visitar a su antiguo aprendiz.
—Bueno, Owen —dijo— me alegra oír tan buenas referencias de ti por todos lados, y especialmente las que provienen del reloj de la ciudad, el cual te elogia al dar cada una de las veinticuatro horas. Bastará que te libres por completo de tus absurdas ideas sobre la belleza, que ni yo ni ningún otro ni para colmo tú mismo pudo jamás entender… bastará que te libres de ellas y tu éxito en la vida será tan seguro como la luz del día. Vaya, si sigues por este camino, incluso es posible que me atreva a encargarte la reparación de mi viejo y querido reloj; creo que excepto mi hija Annie no tengo nada tan valioso en el mundo.
—Es difícil que me atreva a tocarlo, señor —respondió Owen con tono deprimido; la presencia de su viejo maestro lo agobiaba.
—Con el tiempo, con el tiempo serás capaz de hacerlo —dijo el anciano.
Con la confianza que le daba su pasada autoridad el viejo relojero continuó inspeccionando el trabajo que Owen tenía en ese momento entre manos, junto con otras reparaciones en marcha. El artista, en tanto, apenas podía levantar la cabeza. No había nada tan opuesto a su naturaleza como la fría, poco imaginativa sagacidad del hombre, en contacto con la cual todo lo demás se convertía en un sueño, excepto la materia más densa del mundo físico. Owen gimió interiormente y rogó fervientemente poder librarse de él.
—¿Pero qué es esto? —exclamó abruptamente Peter Hovenden, levantando una polvorienta campana de cristal debajo de la cual había un mecanismo tan delicado y minúsculo como el sistema anatómico de una mariposa—. ¿Qué tenemos aquí? ¡Owen! ¡Owen! en estas pequeñas cadenas y ruedecillas y diales hay algo de brujería. ¡Mira! Con un pellizco de mis dedos te salvaré del peligro futuro.
—¡Por el amor de Dios! —exclamó Owen Warland, incorporándose con admirable energía—. ¡Si no quiere volverme loco no toque eso! La más ligera presión de su dedo me destruiría para siempre.
—¡Ajá, jovencito! ¿De eso se trata? —dijo el viejo relojero, mirándole con suficiente agudeza como para torturar su alma con la corrosión de la crítica mundana—. Bueno, entonces sigue tu propio camino. Pero te prevengo una vez más que en este diminuto mecanismo reside tu espíritu maligno. ¿Puedo exorcizarlo?
—¡Usted es mi espíritu maligno —respondió Owen, muy excitado—, usted y_ el mundo duro y vulgar! Mis lastres son los pensamientos de plomo y desaliento que cargo sobre mis espaldas. De lo contrario ya habría cumplido hace mucho tiempo la función para la que he nacido.
Peter Hovenden sacudió la cabeza, con esa mezcla de desprecio e indignación con la que la humanidad, de la cual era hasta cierto punto un representante, se siente autorizada a juzgar a todos los simplones que buscan otros premios distintos del polvoriento que se encuentra a la vera de los caminos. Luego se retiró, con un dedo levantado y una mueca en la cara, mueca que persiguió los sueños al artista durante muchas noches. En el momento que se produjo la visita de su viejo maestro, Owen estaba quizás a punto de retomar el trabajo abandonado, pero el desagradable episodio lo hizo recaer en la postración de la que había estado surgiendo lentamente.
Pero la tendencia innata de su alma no había hecho otra cosa, en medio de su aparente letargo, que acumular nuevas energías. Cuando avanzó el verano descuidó su negocio casi por completo y permitió que el Padre Tiempo, en la medida en que el viejo caballero estaba representado por los relojes de pared y bolsillo bajo su cuidado, marchara a la deriva por la vida humana, sembrando infinita confusión en el desfile de las desconcertadas horas. Desperdiciaba los días, decía la gente, deambulando por los bosques y los prados y a lo largo de la costa de los arroyos. Allí se entretenía como un niño cazando mariposas u observando los movimientos de los insectos acuáticos. Había algo verdaderamente misterioso en la atención con que contemplaba estos juguetes vivientes, mientras revoloteaban a merced de la brisa, o examinaba la anatomía de un soberbio insecto que había apresado. La caza de mariposas era un símbolo apropiado para la búsqueda del ideal al cual había consagrado tantas horas doradas. ¿Pero podría su mano un día atrapar la idea de la belleza, tal como capturaba la mariposa que le servía de emblema? Eran días dulces, sin duda, y en armonía con el alma del artista. Estaban llenos de concepciones brillantes que refulgían a través de su mundo intelectual tal como las mariposas lo hacían a través de la atmósfera exterior; y para él eran reales por un instante, sin el afán y la perplejidad y los múltiples desengaños que acompañan a los esfuerzos por hacerlas visibles al ojo humano. ¡Qué pena que el artista, ya trabaje en poesía o con cualquier otro material, no se conforme con el goce interior de la belleza, y pretenda en cambio perseguir el misterio fugaz más allá del confín de su dominio etéreo, destruyendo su frágil vida cuando la apresa con ataduras materiales! Owen Warland sentía el impulso de exteriorizar sus ideas en forma tan irresistible como cualquiera de los poetas o pintores que han adornado el mundo con una belleza más tenue y apagada, copia imperfecta de la riqueza de sus visiones.
La noche era ahora el momento en que lentamente avanzada hacia la recreación de la única idea que acaparaba toda su actividad intelectual. Siempre, al aproximarse el crepúsculo, regresaba silenciosamente a la ciudad, se encerraba en su negocio, y cincelaba con paciente delicadeza durante muchas horas. Algunas veces lo sobresaltaban los golpes del sereno, quien, cuando todo el mundo quería dormir, descubría el resplandor de una lámpara a través de las hendijas de las persianas de Owen Warland. La luz del día actuaba sobre su mórbida sensibilidad como si fuera una Indiscreción que perturbaba sus labores. Por lo tanto, en los días nublados, permanecía sentado con la cabeza entre las manos, envolviendo, por así decirlo, su delicado cerebro con la bruma de sus cavilaciones indefinidas; porque era un alivio escapar de la gran nitidez con la que estaba obligado a configurar sus pensamientos durante los afanes nocturnos.
Fue arrancado de su sopor por la aparición de Annie Hovenden, que entró en la tienda con la desenvoltura de una cliente y también con algo de la familiaridad de una amiga de la infancia. Su dedal de plata se había perforado y quería que él lo reparase.
— Pero no sé si condescenderá a hacer algo tan burdo —dijo riendo— ahora que está tan atareado en insuflar espíritu a la materia.
— ¿De dónde sacó esa idea, Annie? —dijo Owen, sorprendido.
—Oh, de mi propia cabeza —respondió ella— y de algo que le oí decir hace mucho tiempo, cuando usted no era más que un niño y yo una chiquilla. Pero dejemos eso, ¿arreglará mi pobre dedal?
— Haré cualquier cosa que me pida, Annie —dijo Owen Warland—, cualquier cosa, incluso trabajar en la forja de Robert Danforth.
—¡Eso sí que sería digno de verse! —replicó Annie, observando con imperceptible desdén la figura menuda y delicada del artista—. Bueno, he aquí el dedal.
—Pero qué extraña idea tuvo, esa de la espiritualización de la materia —dijo Owen.
Y en ese momento tuvo la sospecha de que esa joven poseía el don de comprenderlo mejor que el resto del mundo. ¡Y cuánta ayuda y vigor podría darle en su solitaria empresa el conquistar la simpatía del único ser que amaba! Los hombres cuyos propósitos están aislados de los asuntos comunes de la vida —ya sea porque están adelantados a los demás hombres o apartados de ellos— experimentan a veces una sensación de frío moral, que estremece el espíritu como si éste hubiera alcanzado las heladas soledades que rodean el Polo. Owen Warland sentía lo que podían sentir el profeta, el poeta, el reformador, el criminal, o cualquier otro hombre con anhelos humanos pero separado de la multitud por un destino peculiar.
—¡Annie —exclamó, palideciendo como un muerto ante la sola idea—, con cuánto placer le contaría el secreto de mi búsqueda! Creo que usted sabría valorarla correctamente. Sé que lo escucharía con un respeto que no puedo esperar del mundo duro y material.
—¿Y cómo no habría de hacerlo? ¡Seguro! —respondió Annie Hovenden con una risa ligera—. Vamos, explíqueme cuál es el significado de esta pequeña peonza, cincelada con tanta delicadeza que podría haber sido el juguete de la Reina Mab. ¡Mire! La pondré en movimiento.
—¡Deténgase! —gritó Owen—. ¡Deténgase!
Annie no había hecho más que tocar suavemente, con la punta de una aguja, la diminuta parte del mecanismo complejo que ya hemos mencionado, cuando el artista la tomó de la muñeca con tanta fuerza que la hizo lanzar un fuerte grito. Se asustó al ver la crispación de intensa furia que convulsionó el rostro de Owen. Un instante después él ocultó la cabeza entre las manos.
—Váyase, Annie —murmuró—. Me he engañado y debo sufrir por ello. Deseaba comprensión y pensé, imaginé, soñé que usted podría brindármela. Pero carece del talismán, Annie, que le abriría la puerta de mis secretos. Ese toque ha deshecho el trabajo de meses y el pensamiento de una vida. No es su culpa, Annie, ¡pero me ha destruido!
¡Pobre Owen Warland! Ciertamente se había equivocado, pero su error era perdonable; pues si algún espíritu humano podía reverenciar los procesos que eran tan sagrados ante sus ojos, ese espíritu hubiera sido el de una mujer. Quizá ni siquiera Annie Havenden lo habría desilusionado de haber estado iluminada por la profunda inteligencia del amor.
El artista pasó el invierno siguiente en una forma tal que convenció a todos los que todavía habían depositado una esperanza en él de que estaba, en verdad, irrevocablemente perdido en lo que concernía al mundo y destinado a una vida oprobiosa. El fallecimiento de un pariente lo puso en posesión de una pequeña herencia. Ésta lo liberó de la necesidad de trabajar asiduamente y puesto que había perdido la tenaz orientación de un gran propósito —grande, al menos para él— se abandonó a las costumbres de las cuales, era válido suponer, la sola fragilidad de su organismo habría bastado para tenerlo a resguardo. Pero cuando la parte etérea de un genio se oscurece, la parte terrenal sufre una influencia mucho más incontrolable, pues el carácter pierde en ese momento el equilibrio que la Providencia había ajustado tan bien, y que en las naturalezas más vulgares se acomoda por otros medios. Owen Warland puso a prueba todas las formas de felicidad que es posible encontrar en el desenfreno. Contempló el mundo a través del medio dorado del vino, y observó las visiones que burbujean tan alegremente alrededor del borde del vaso, y que pueblan el aire con imágenes de placentera locura, que demasiado pronto asumen una forma fantasmal y desdichada. Incluso cuando ya se había experimentado este cambio funesto e inevitable, el joven había continuado vaciando la copa de los encantamientos, pese a que los vapores no hacían más que cubrir la vida con tinieblas y llenar esas tinieblas con espectros que se burlaban de él. Había un cierto fastidio del espíritu que, por ser real, por ser la sensación más profunda de la que el artista tenía conciencia entonces, era más intolerable aún que cualquier miseria y horror que la fantasía pudiera conjurar en el vino. En el segundo caso podía recordar, aun en medio de su tragedia, que todo no era más que una ilusión; en el primero, la pesada angustia era su vida real.
De ese peligroso estado lo rescató un incidente que más de una persona presenció, pero que ni siquiera los más perspicaces pudieron explicar, ni sacar conclusiones acerca de su influencia sobre la mente de Owen Warland. Fue muy sencillo. En una cálida tarde de primavera, mientras el artista estaba sentado entre sus licenciosos compañeros con un vaso de vino frente a él, una espléndida mariposa entró por la ventana abierta y revoloteó alrededor de su cabeza.
—¡Ah! —exclamó Owen, que había bebido bastante—. ¿Estás viva nuevamente, hija del sol y compañera de juegos de la brisa estival, luego de tu desolada siesta de invierno?
Y dejando su vaso medio lleno sobre la mesa, partió y nunca se supo que hubiera tomado otra gota de alcohol.
Y entonces, otra vez, reanudó sus vagabundeos por los bosques y prados. Se podía imaginar que la brillante mariposa que había entrado por la ventana como algo etéreo, mientras Owen se hallaba con sus toscos compañeros de juerga, era en verdad un espíritu encargado de recordarle la vida pura, ideal que tanto lo había espiritualizado entre los hombres. Se podía imaginar que había salido en busca de ese espíritu en sus moradas soleadas, pues una vez más, como durante el verano anterior, fue visto deslizándose suavemente allí donde una mariposa se hubiese posado y sumirse en su contemplación. Cuando levantaba vuelo sus ojos seguían la visión alada, como si su trazo aéreo pudiera mostrarle el camino del cielo. ¿Pero cual podía ser el propósito de la intempestiva labor que había reiniciado, como bien lo sabía el sereno por los rayos de luz que se escapaban por las rendijas de las persianas? La gente de la ciudad tenía una sola explicación comprensible de todas estas excentricidades. ¡Owen Warland había enloquecido! ¡Qué eficazmente universal —qué satisfactorio, también, y tranquilizador para la sensibilidad herida de la mezquindad y la estupidez— este método fácil de interpretar lo que subyace más allá de la perspectiva vulgar del mundo! Desde los días de San Pablo hasta los de nuestro pobre y menudo Artífice de la Belleza, se ha aplicado el mismo talismán a la resolución de todos los misterios que hay en las palabras o los hechos de los hombres que hablan o actúan con demasiada sabiduría o rectitud. En el caso de Owen Warland el juicio de sus conciudadanos puede haber sido correcto. Quizás estaba loco. La falta de afecto —el contraste entre él y sus vecinos que eliminó el efecto moderador del ejemplo— era suficiente como para enloquecer a cualquiera. O es posible que hubiese tomado una dosis tan alta de radiación etérea como para sentirse desubicado, en sentido terrenal, por la combinación con la vulgar luz del día.
Una noche, cuando el artista había retornado de sus habituales vagabundeos y arrojaba el resplandor de su lámpara sobre la delicada pieza cincelada tantas veces interrumpida, pero siempre retomada, como si su destino estuviera imbuido en ese mecanismo, fue sorprendido por la entrada del viejo Peter Hovenden. Owen nunca se encontraba con ese hombre sin una opresión en el corazón. De todos los hombres del mundo él era el más terrible, pues su agudo entendimiento aceptaba con certidumbre lo que veía y descreía inflexiblemente de lo que no veía. En esa oportunidad el viejo relojero sólo pronunció un par de palabras amables.
—Owen, mi muchacho —dijo—, mañana por la noche quisiéramos verte en casa.
El artista comenzó a musitar una excusa.
—Oh, pero debes venir —insistió Peter Hovenden— en homenaje a los días en que formabas parte del hogar. Vaya, muchacho, ¿no sabes que mi hija Annie se ha comprometido con Robert Danforth? Hemos organizado una pequeña fiesta, dentro de nuestra humildad, para celebrar el acontecimiento.
—Ah —dijo Owen.
Este breve monosílabo fue todo lo que articuló. Para el oído de Peter Hovenden el tono parecía frío e indiferente, pero en él estaba todo el gemido ahogado del pobre corazón del artista, que estrujó dentro de su alma como un espíritu maligno que debía aprisionar. Sin embargo se permitió un ligero desahogo, imperceptible para el viejo relojero. Levantó el instrumento con el que se disponía a comenzar su trabajo y lo dejó caer sobre el diminuto mecanismo que le había costado, nuevamente, meses de reflexión y labor. ¡El golpe lo destrozó por completo!
La historia de Owen Warland no habría sido una representación tolerable de la vida tumultuosa de aquellos que se esfuerzan por crear belleza si, entre otras influencias frustrantes, el amor no se hubiera interpuesto para hacer vacilar su mano. Exteriormente no había sido un enamorado ardiente ni emprendedor; la carrera de su pasión había confinado totalmente sus tumultos y vicisitudes a la imaginación del artista de la que ni aun Annie había tenido algo más que su percepción intuitiva de mujer. Pero desde el punto de vista de Owen cubría todo el espectro de su vida. Olvidando la ocasión en que ella se había mostrado incapaz de responder intensamente a su amor, había insistido en vincular todos sus sueños de éxito artístico con la imagen de Annie. Ella era la forma visible con la que se le presentaba el poder espiritual que veneraba, y ante cuyo altar se proponía depositar una ofrenda muy poco indigna. Por supuesto que se había engañado: Annie Hovenden no tenía los atributos que su imaginación le había otorgado. Los aspectos que ella asumía en sus visiones interiores eran en mucho criaturas de su propia imaginación, lo mismo que lo sería el misterioso mecanismo si algún día llegaba a concretarse. Si se hubiera convencido de su error gracias al éxito amoroso, si hubiera atraído a Annie contra su pecho, reteniéndola y haciéndole perder su cualidad angélica, volviéndola una mujer común, tal vez la desilusión lo hubiera vuelto, con energía concentrada, al único objeto que llenaba su vida. En cambio, si hubiera encontrado la Annie que imaginaba su suerte había sido tan rica en belleza que quizá por esta misma redundancia habría materializado lo bello en muchos modelos más valiosos que el que ahora lo afanaba. Pero el disfraz con que llegó la pena, la certidumbre de que el ángel de su vida le había sido arrebatado y entregado a un vulgar hombre de tierra y hierro, que jamás podría necesitar o apreciar sus desvelos… ése era el colmo de la perversidad del destino, por el cual la existencia humana aparecía demasiado absurda y contradictoria como para ser el escenario de otra esperanza u otro temor. Nada le quedaba a Owen Warland, salvo quedarse inmóvil en su asiento, como un hombre aturdido por un golpe.
Pasó un tiempo enfermo. Después de la mejoría su menudo y frágil cuerpo se cubrió con un blando acolchado de carne que antes jamás había lucido. Sus flacas mejillas se redondearon; su delicada y pequeña mano, espiritualmente diseñada para realizar trabajos exquisitos, engordó más que la de un niño rechoncho. Su físico adquirió un aspecto tan infantil que podría haber inducido a un forastero a palmearle la cabeza… deteniéndose, sin embargo, a mitad de camino, para preguntarse qué clase de niño era ése. Fue como si el espíritu lo hubiese abandonado, dejando al cuerpo desarrollar una especie de existencia vegetativa. No era que Owen Warland estuviera idiotizado. Podía hablar, y no lo hacía irracionalmente. En verdad la gente comenzó a catalogarlo como charlatán, pues tendía a perderse en largas y tediosas divagaciones sobre los maravillosos artilugios que se mencionaban en los libros que había leído, pero que había aprendido a reconocer como absolutamente ficticios. Entre ellos enumeraba al Hombre de Bronce construido por Alejandro Magno, y la cabeza de Bronce del fraile Bacon; y tratándose de épocas más recientes, al pequeño carruaje de caballos automáticos que, se decía, había sido fabricado para el Delfín de Francia; y un insecto que zumbaba junto al oído como una mosca viva, y que sin embargo no era otra cosa que un mecanismo compuesto de diminutos resortes de acero. También se contaba la historia de un pato que nadaba y graznaba y comía; pero si algún honesto ciudadano lo hubiera comprado para la cena habría descubierto que lo habían estafado con una simple reproducción mecánica.
—Pero ahora estoy convencido —decía Owen Warland— que todas esas historias no son más que imposturas.
Luego confesaba, en tono misterioso, que antes pensaba de manera diferente. Que en sus días de ocio y ensueño había considerado posible, en cierto sentido, espiritualizar las máquinas; y combinar con esta nueva especie de vida y movimiento así creada una belleza capaz de realizar el ideal que la Naturaleza se había propuesto alcanzar con todas sus criaturas, si bien nunca se había tomado el trabajo de materializarlo. No parecía, empero, conservar un recuerdo muy claro del procedimiento por el cual pensaba realizar ese objeto, ni del diseño en sí.
—Ahora he desistido de todo eso —solía decir—. Fue sólo un sueño con los que los jóvenes se engañan a sí mismos. Ahora que he adquirido un poco de sentido común me causa risa.
¡Pobre, pobre y caído Owen Warland! Eran los síntomas de que había dejado de habitar el halo sublime que nos rodea. Había perdido su fe en lo invisible, y ahora se enorgullecía, como siempre lo hacen los infelices de su tipo, de la sabiduría que rechaza incluso mucho de aquello que el ojo percibe, y sólo confía ciegamente en lo que la mano toca. Ésta es la calamidad que asola a los hombres en los que se extingue la parte espiritual y sólo persiste en ellos ese entendimiento grosero que los asimila cada vez más a las cosas de las que sólo éste puede tomar conciencia. Pero el espíritu no había muerto en Owen Warland, sólo dormía.
No han quedado informes de la forma en que volvió a despertar. Quizás un dolor convulsivo rompió el pesado letargo. Quizá, tal como ya había sucedido, la mariposa se acercó y revoloteó en torno a su cabeza volviendo a inspirarlo —pues, en realidad, esta criatura de luz siempre desempeñaba una misión misteriosa para con Owen— y a devolverle el viejo propósito de su vida. Ya fuera el dolor o la felicidad lo que corrió por sus venas, su primer impulso fue agradecer al cielo por haberlo transformado nuevamente en el ser pensante, imaginativo y agudamente sensible que había dejado de ser largo tiempo atrás.
—Y ahora manos a la obra —dijo—. Nunca me sentí tan fuerte para hacerlo como ahora.
Sin embargo, pese a que se sentía fuerte, lo que lo estimuló a retomar su labor más diligentemente fue el temor de que la muerte lo sorprendiera en medio de su trabajo. Esta ansiedad es, quizá, común en todos los hombres que empeñan su corazón en una meta muy alta. Tan alta, desde su propio punto de vista, que la importancia de la vida queda condicionada al logro de su objetivo. Mientras amamos la vida por sí misma, pocas veces tememos perderla. Cuando la deseamos para alcanzar un fin, reconocemos la fragilidad de su contextura. Pero junto a esta sensación de inseguridad se desarrolla una fe vital en nuestra invulnerabilidad a los dardos de la muerte, pues parece como si la Providencia nos hubiera asignado una actividad determinada, que daría al mundo motivos de congoja si quedara inconclusa. ¿Puede pensar el filósofo, henchido con la inspiración de una idea que habrá de reformar a la humanidad, que ha de ser desgajado de su existencia sensible en el preciso instante en que toma aliento para pronunciar la palabra iluminadora? Si muriera en ese trance, los siglos fatigados podrían desgastarse —toda la arena vital del mundo podría caer, grano por grano— antes que otro intelecto estuviera preparado para realizar el concepto que podía haber sido enunciado en ese momento. Pero la historia proporciona muchos ejemplos en los cuales el espíritu más precioso, corporizado en una época cualquiera con forma humana, se extinguió prematuramente, sin margen suficiente, tal como el mundo puede discernirlo, para cumplir su misión en la tierra. Muere el profeta, y el hombre de corazón aletargado y mente lerda sobrevive. El poeta deja su canto inacabado, o lo concluye fuera del alcance de los oídos mortales, en un coro celestial. El pintor —tal como lo hizo Allston— deja la mitad de su concepción sobre la tela, para apenarnos con su belleza imperfecta, y asciende a pintar el cuadro completo de los tonos del cielo, dicho esto sin ninguna intención irreverente. Pero en realidad los planes inconclusos de esta vida no se completan en ninguna parte. Este aborto frecuente de los proyectos más queridos del hombre debe interpretarse como una prueba de que los deseos terrenales, incluso sublimados por la devoción o el genio, no tienen valor, excepto en la medida que se los toma como ejercicios y manifestaciones del espíritu. En el cielo cualquier pensamiento común es más elevado y melodioso que el cántico de Milton. ¿Agregaría acaso el genio una estrofa a un poema dejado trunco en la tierra?
Pero retornemos a Owen Warland. Tuvo la fortuna, buena o mala, de alcanzar la meta de su vida. Pasemos por alto un largo período de reflexión profunda, de esfuerzo anhelante, de trabajo minucioso y de agotadora ansiedad, seguido de un instante de triunfo solitario. Imaginemos todo esto y contemplemos luego al artista, en una noche de invierno, solicitar acogida junto a la chimenea de Robert Danforth. Allí encontró a ese hombre de hierro, con su robusta humanidad, bastante entibiado y atemperado por las influencias domésticas. Y allí también estaba Annie, transformada ahora en una matrona, con muchos rasgos de la naturaleza simple y vigorosa de su marido, pero imbuida, tal como Owen Warland aún suponía, de una gracia más fina que le permitía ser la intermediaria entre la fuerza y la belleza. Sucedió, asimismo, que esa noche el viejo Peter Hovenden estaba invitado al hogar de su hija, y lo primero que el artista encontró fue su bien recordada mirada de fría y penetrante crítica.
—¡Mi viejo amigo Owen! —exclamó Robert Danforth, incorporándose y apretando los delicados dedos con una mano acostumbrada a manejar barras de hierro—. ¡Por fin te has dignado a visitarnos! Temía que tu movimiento perpetuo te hubiera embrujado haciéndote olvidar los buenos tiempos.
—Estamos muy contentos de verlo —dijo Annie, mientras un sonrojo teñía sus mejillas de matrona—. Un buen amigo no debe estar apartado tanto tiempo.
—Bueno, Owen —preguntó el viejo relojero a modo de saludo—. ¿Cómo marcha la belleza? ¿Has podido crearla al fin?
El artista no respondió de inmediato pues lo sorprendió la aparición de un chiquillo robusto que gateaba por la alfombra… un diminuto personaje que había surgido misteriosamente de la nada, pero cuyo físico era tan vigoroso y real que parecía moldeado con las sustancias más densas que puede proporcionar la tierra. La prometedora criatura se arrastró hasta el recién llegado y luego de sentarse sobre su trasero, tal como Robert Danforth describió luego su postura, contempló a Owen con una mirada tan sagaz que la madre no pudo evitar cambiar con su marido una mirada de orgullo. Pero el artista se sintió turbado por el gesto del niño, al imaginar un parecido con la habitual expresión de reproche de Peter Hovenden. Podía imaginar al viejo relojero comprimido en esa figura infantil, escrutándolo con esos ojos de bebé, y repitiendo, tal como acababa de hacerlo, la pregunta maliciosa:
—¡La belleza, Owen! ¿Cómo marcha la belleza? ¿Has podido crearla al fin?
—Lo he conseguido —respondió el artista, con un fugaz brillo de triunfo en los ojos y una sonrisa luminosa surgida, a pesar de todo, de tan hondos abismos de la mente que era casi triste—. Sí, amigos, es cierto. ¡He triunfado!
—¡En verdad! —exclamó Annie, con una alegría virginal que volvió a asomar en sus facciones—. Es lícito que ahora pregunte cuál era el secreto, ¿no?
—Naturalmente. Es para revelarlo que he venido —respondió Owen Warland—. ¡Usted conocerá, y verá, y tocará, y tendrá el secreto! ¡Pues, Annie —si es que todavía puedo llamar con ese nombre a la amiga de mis años de infancia—, es para su regalo de bodas que he cincelado este mecanismo espiritualizado, esta armonía en movimiento, este misterio de la belleza! Llega tarde, es verdad, pero cuando más avanzamos en la vida, los objetos empiezan a perder la tonalidad de frescura y nuestras almas la delicadeza de la sensibilidad, que más necesitamos para el espíritu de la belleza. Sí —disculpe que se lo diga, Annie—, si usted sabe valorar este objeto nunca podrá llegar demasiado tarde.
Mientras hablaba mostró algo que parecía un alhajero. Estaba finamente tallado en ébano por su propia mano, y ostentaba una caprichosa tracería de perlas incrustadas que representaban a un niño persiguiendo una mariposa, la que en otro lado se convertía en un espíritu alado y se remontaba al cielo; mientras que el niño, o joven, había obtenido tanta fuerza de su vigoroso anhelo que ascendía de la tierra a las nubes, y de allí a la región celestial, para conquistar la belleza. El artista abrió el estuche de ébano y le rogó a Annie que apoyara su dedo en el borde. Ella lo hizo, pero estuvo a punto de gritar cuando brotó una mariposa revoloteando, y luego de asentarse en la punta de su dedo, permaneció posada y abanicando la vasta magnificencia de sus alas salpicadas de púrpura y oro, como en el preludio de un vuelo. Es imposible expresar con palabras la gloria, el esplendor, el delicado encanto que se fundían en la belleza de ese objeto. La mariposa ideal de la naturaleza estaba allí representada con toda su perfección, no con la configuración de los insectos desvaídos que se mecen entre las flores terrenales, sino de esos otros que flotan a través de los prados del Paraíso para que los ángeles niños y los espíritus de las criaturas difuntas se distraigan con ellos. Un precioso polvillo se notaba sobre sus alas y el resplandor de sus ojos parecía animado por la vida. El fuego de la chimenea brillaba en torno a esta maravilla… las velas relucían sobre ella, pero parecía centellear con fulgor propio, iluminando el dedo y la mano estirada en que reposaba con una irradiación blanca semejante a la de las piedras preciosas. Su belleza perfecta hacía olvidar toda consideración de tamaño. Si sus alas hubieran alcanzado al firmamento la mente no se habría sentido más colmada ni satisfecha.
—¡Maravillosa! ¡Maravillosa! —exclamó Annie—. ¿Está viva?
—¿Viva? Seguro que sí —respondió su esposo—. ¿Crees que un mortal puede tener el ingenio necesario para hacer una mariposa, o si lo tuviese se molestaría en hacerlo, cuando cualquier chiquillo puede atraparlas en una tarde de verano?
—¿Viva? ¡Naturalmente! Pero sin duda este hermoso estuche es obra de nuestro amigo Owen, y realmente es digno de mérito.
En ese instante la mariposa volvió a agitar las alas con un movimiento tan real que Annie se sobresaltó, e incluso se asustó, pues no obstante el dictamen de su esposo no atinaba a decidir si se trataba en verdad de una criatura viva o de un mecanismo prodigioso.
—Está viva —repitió, con más seriedad que antes.
—Juzgue usted misma —dijo Owen Warland, quien observaba fijamente su rostro.
Entonces la mariposa se elevó por el aire, revoloteó en torno a la cabeza de Annie y se dirigió hacia un rincón lejano de la sala, donde se la percibía nítidamente por el resplandor estelar con que batía sus alas. El niño seguía desde el suelo su trayectoria con ojitos sagaces. Después de volar alrededor de la habitación la mariposa volvió, describiendo una espiral, y se asentó nuevamente sobre el dedo de Annie.
—¿Pero está viva? —exclamó ella una vez más, y el dedo sobre el que, se había posado el espléndido misterio temblaba tanto que la mariposa se vio obligada a conservar el equilibrio con sus alas—. Dígame si está viva, o si usted la creó.
—¿Es necesario preguntar quién la creó para que sea hermosa? —contestó Owen Warland—. ¿Viva? Sí, Annie, se podría decir que tiene vida porque ha absorbido mi propio ser, y en el secreto de esta mariposa, y en su encanto —que no es solamente exterior sino tan profundo como la totalidad de sus sistemas—, están representados el intelecto, la imaginación, la sensibilidad, el alma de un Artífice de la Belleza. Sí, yo la creé. Pero —y en ese momento algo cambió en sus facciones— esta mariposa ya no es para mí lo que era cuando la contemplaba desde lejos, en las ensoñaciones de mi juventud.
—Sea lo que fuere es un bonito juguete —dijo el herrero, sonriendo con regocijo infantil—. Me pregunto si condescendería a posarse sobre un dedo grande y torpe como el mío. ¡Alcánzamela, Annie!
Siguiendo las instrucciones del artista, Annie tocó la punta del dedo de su esposo con la del suyo propio y, luego de una corta demora, la mariposa aleteó de uno al otro. Enseguida preludió un segundo vuelo mediante un batir de alas similar al que había ejecutado en el curso del primer experimento, aunque no idéntico. A continuación abandonó el dedo del herrero, se elevó hacia el techo en una curva que se fue ampliando gradualmente, recorrió una dilatada trayectoria alrededor del cuarto y volvió con un movimiento ondulante al punto de partida.
—¡Vaya, esto derrota a la naturaleza! —exclamó Robert Danforth, enunciando la alabanza más sincera que era capaz de expresar y, en verdad, si se hubiera interrumpido allí, a un hombre de vocabulario más culto no le habría resultado fácil ser más elocuente—. Confieso que es algo que escapa a mi entendimiento. ¿Pero qué importa? ¡Un solo golpe de mi maza tiene más utilidad que los cinco años de trabajo que nuestro amigo Owen ha derrochado en esta mariposa!
En ese instante el niño palmoteó y emitió una profusión de sonidos ininteligibles, reclamando en apariencia que le dieran la mariposa para jugar con ella.
Mientras tanto, Owen Warland miraba por el rabillo del ojo a Annie, intentando descubrir si compartía la opinión de su esposo sobre el valor relativo de lo bello y lo práctico. Por encima de toda la amabilidad que había desplegado con él, en medio de todo el asombro y la admiración con que había contemplado la obra prodigiosa de sus manos y la encarnación de su idea, había empero un oculto desdén… demasiado secreto quizá para su conciencia y sólo perceptible por el discernimiento tan intuitivo del artista. Pero en las últimas etapas de su empresa Owen se había elevado tanto que semejante descubrimiento no podía convertirse en una tortura. Sabía que ni el mundo, ni Annie, como representante de éste, podrían —no obstante todas las alabanzas— pronunciar jamás la palabra adecuada, ni experimentar el sentimiento justo que habría constituido una recompensa perfecta para un artista que, al simbolizar una moral sublime por medio de un artilugio material —convirtiendo en oro espiritual lo que era terrenal—, había captado la belleza con su artesanía. Tampoco era ese el momento para aprender que la recompensa por todo logro trascendente se debe buscar en el logro mismo, pues toda otra búsqueda es vana. Sin embargo había un aspecto de su obra que Annie y su esposo, e incluso Peter Hovenden, podrían haber comprendido en su totalidad y que los habría convencido de que su labor de años había sido totalmente provechosa. Owen Warland podría haberles dicho que esa mariposa, ese juguete, ese obsequio de bodas que un pobre relojero hacía a la esposa de un herrero, era en verdad una joya de arte que cualquier monarca habría comprado con honores y abundante fortuna, y hubiera atesorado entre las riquezas de su reino como la más singular y maravillosa de todas. Pero el artista sonrió y se guardó el secreto.
—Padre —dijo Annie, pensando que una palabra de elogio del viejo relojero complacería a su antiguo aprendiz—, ven aquí y admira esta linda mariposa.
—Veamos —respondió Peter Hovenden, y se levantó de su silla, con una mueca que siempre parecía dudar, como él mismo lo hacía, de todo lo que no fuera pura existencia material—. He aquí mi dedo para que se pose sobre él. La comprenderé mejor una vez que la haya tocado.
Pero, para aumentar el asombro de Annie, cuando la punta del dedo de su padre tocó la punta del dedo de su marido, sobre el que aún descansaba la mariposa, el insecto aflojó sus alas y pareció a punto e desplomarse. Y a menos que sus ojos la estuvieran engañando, incluso los deslumbrantes lunares de oro que adornaban las alas y el cuerpo de la mariposa se pusieron opacos, y la púrpura reluciente tomó un tinte oscuro y el brillo estelar que resplandecía en torno a la mano del herrero se atenuó y desapareció.
—¡Se muere! ¡Se muere! —gritó Annie, alarmada.
—Ha sido cincelada con mucha delicadeza —dijo el artista con mucha calma—. Como les he dicho, está impregnada de esencia espiritual… llámenla magnetismo, o como quieran. En una atmósfera de dudas y desprecio su exquisita susceptibilidad sufre, tal como sufre el alma de quien le comunicó su propia vida. Ya ha perdido su belleza y en pocos momentos el mecanismo estará irreparablemente dañado.
—Aleja tu mano, padre —suplicó Annie, palideciendo—. Aquí está mi hijo. Dejémosla reposar sobre su mano inocente. Muy bien, quizá su vida se reanime y sus colores brillen más que nunca.
Su padre retiró el dedo con una sonrisa agria. Entonces la mariposa pareció recuperar la facultad de moverse voluntariamente, en tanto que sus colores parecieron recobrar gran parte de su brillo original, y la radiación estelar, que era su atributo más etéreo, volvió a formar una aureola en torno a ella. Al principio, cuando la mariposa fue trasladada de la mano de Robert Danforth al dedito de la criatura, su radiación se hizo tan intensa que proyectó literalmente la sombra del pequeño contra la pared. Mientras tanto el niño estiró su mano regordeta tal como había visto hacer a sus padres y contempló con infantil deleite el batir de las alas del insecto. Sin embargo, tenía una extraña expresión de sagacidad que le hizo sentir a Owen Warland la impresión de que se trataba del viejo Peter Hovenden, redimido de su seco escepticismo por la ilusión infantil, aunque sólo en forma parcial.
—¡Qué astuto parece el monito! —susurró Robert Danforth a su esposa.
—Nunca vi una expresión así en el rostro de un niño —respondió Annie, admirando a su propio hijo, y con sobrada razón, mucho más que a la artística mariposa—. El bebito comprende el misterio mejor que nosotros.
La mariposa refulgía y se apagaba, como si supiera, al igual que el artista, que en la naturaleza del niño había algo que no era enteramente cordial. Por fin se elevó de la manecita de la criatura con un grácil movimiento que pareció remontarla sin ningún esfuerzo; como si los instintos aéreos con los que la había dotado el espíritu de su amo transportaran involuntariamente a esta delicada visión hacia una esfera más sublime. Si no hubiera hallado obstáculos quizás habría volado hasta el cielo y quizá conquistado la inmortalidad. Pero su brillo se reflejó con el techo, la exquisita tersura de sus alas rozó esa materia terrenal, y una o dos chispas cayeron flotando como polvo de estrellas y quedaron centelleando sobre la alfombra. Luego la mariposa descendió aleteando y, en lugar de volver al niño, se sintió aparentemente atraída hacia la mano del artista.
—¡De ningún modo! ¡De ningún modo! —murmuró Owen Warland, como si el fruto de su labor hubiera podido entenderlo—. Ya has salido del corazón de tu amo y no puedes volver a él.
Con un vaivén oscilante, y emitiendo un trémulo destello, la mariposa enfiló a duras penas, por así decirlo, hacia el niño, y se dispuso a posarse sobre su dedo. Pero, mientras aún estaba suspendida en el aire, el pequeño hijo de la fuerza arrojó un manotazo al maravilloso insecto y lo apresó en su puño, con la expresión incisiva y astuta de su abuelo reflejada en su semblante. Annie gritó. El viejo Peter Hovenden lanzó una risa fría y cruel. Usando su fuerza el herrero separó los dedos de la criatura y encontró sobre la palma un pequeño montón de fragmentos brillantes, de los que el misterio de la belleza había fugado para siempre. En cuanto a Owen Warland, contemplaba plácidamente lo que parecía la ruina del trabajo de toda su vida. Había atrapado una mariposa muy diferente de ésa. Cuando el artista se remontó lo suficiente para obtener la belleza, el símbolo mediante el cual la hizo perceptible a los sentidos mortales perdió valor ante sus ojos, en tanto que su espíritu se colmaba con el goce de la realidad.